Los bomberos de la ciudad debieron acudir a decenas de intervenciones, especialmente por personas atrapadas en ascensores; negocios de toda clase tuvieron que cerrar y dar por perdido el género, aunque los restaurantes dotados de gas hicieron su agosto

Un consejo para todos los lectores: cojan un rotulador fluorescente, diríjanse al calendario más cercano y marquen el 28 de abril de 2025… Para no olvidarlo jamás. Claro, que, para muchas personas quedará indeleblemente grabado en la memoria el día del ‘gran apagón’ que, desde las 12.33 horas hasta bien entrada la noche de este lunes, asoló casi toda España y Portugal, y que a estas horas todavía no está plenamente solventado. Y algunas de ellas se hallan en Gijón. La mayor ciudad de Asturias no fue ajena al desconcierto provocado por la inesperada incidencia, que cada vez más voces asocian con un fenómeno atmosférico imprevisto, y los servicios de emergencias tuvieron que esmerarse a fondo para atender la avalancha de incidencias registradas por todo el municipio.
Los más afortunados no se habrían enterado de lo que pasaba de no ser por los comentarios de los transeúntes, o por los mensajes de WhatsApp que fueron llegado con cuentagotas al comienzo de la tarde, antes de que incluso ese canal se viese inhabilitado. Fue el caso de las decenas de personas que, despreocupadas, tomaban el sol en la playa de San Lorenzo, o paseaban por el Muro. No obstante, tales ejemplos fueron los menos… La mayoría de los gijoneses se toparon con el alcance real del suceso de golpe, al ver las luces oscurecerse; la conexión a internet, caerse; los semáforos, apagarse; la energía de las neveras y microondas, extinguirse… O los ascensores, detenerse. Esas últimas fueron las incidencias por las que con más frecuencia tuvo que intervenir el Servicio de Bomberos de Gijón. De hecho, a las siete de la tarde fuentes del Ayuntamiento cifraban en una treintena las intervenciones realizadas, de las que el 80% fueron rescates de personas encerradas en elevadores, sin que los efectivos disponibles diesen a basto. “Esto es un caos”, lamentaba a mediodía un bombero, antes de poner rumbo a la siguiente incidencia.
Una de ellas se producía pocos minutos después en el número 17 de la calle Instituto. Allí, una dotación de bomberos rescataba a Carmen Fernández Fresco, quien desde hace veintitrés años acude puntualmente allí para trabajar como auxiliar de enfermería… Pero que ayer vio quebrada esa rutina, permaneciendo más de dos horas atrapada en el ascensor. Eso sí, el suyo fue un encierro razonablemente llevadero… Y aderezado con ciertas dosis de heroica solidaridad. Porque una decena de vecinas del inmueble, al saber de la situación de Fernández, cogieron un martillo, rompieron el cristal de la puerta del ascensor y, través de él, le proporcionaron víveres, conversación y ánimos. “Me han traído de todo: chocolate, mandarinas… Se lo agradezco de corazón porque, si no es por ellas, me daba algo”, reconocía, entre vítores, Fernández, una vez ‘salvada’ por unos bomberos que también se llevaron su merecida dosis de aplausos.
Claro, que no todos los relatos protagonistas de la jornada de ayer tuvieron un final tan feliz. Se cuentan por decenas, si no por cientos, los negocios comerciales y hosteleros obligados a encarar pérdidas cuantiosas, al ver sus cámaras frigoríficas apagadas, y su género, echado a perder. Es el caso de la histórica heladería Islandia, activa desde 1958, y en la que Maila García, una de las empleadas, hacía números mentalmente, y a oscuras, intentando cuantificar la magnitud del desastre. “Es la ruina propia… Los helados se están descongelando, como las tartas, y ni siquiera puedo poner cafés. Sólo refrescos, y a temperatura ambiente”, se lamentaba, desesperada. Algo parecido sucedía en la cercana hamburguesería Pikiti, cuyos dueños, sentados al sol en el escalón de la entrada, trataban de tomárselo con filosofía. “Estamos sin cocina y sin poder enviar pedidos, pero… ¿Qué le vamos a hacer? Sólo podemos esperar, y confiar en que no estemos mucho tiempo tan vulnerables”, reflexionaban con resignación.
Ahora bien, no todos los establecimientos hosteleros se vieron en una tesitura tan apurada. Y quien no lo crea sólo debe recordar el lleno experimentado por no pocas terrazas. Efectivamente, aquellos negocios dotados de cocinas a gas pudieron calentar platos y cubrir la demanda, llegando al punto de hacer una especie de agosto, al acaparar el cupo que, en circunstancias normales, se habrían repartido más restaurantes. Así sucedió, por poner un único y representativo ejemplo, en el Vega Llaneza, situado en la calle San Bernardo. En penumbra, sí, y sin microondas ni horno, también, pero con el gas funcionando a discreción, para las 14.15 de ayer ya habían servido “dieciséis comidas”, salvando los muebles lo mejor posible. Eso, en el plano hostelero, porque en el comercial el tanto lo anotaron los locales en los que se pudieron comprar conservas y lo necesario para hacer bocadillos. Frente a ellos, las colas fueron la norma.
Donde también se registraron largas esperas frente a las líneas de caja fue en los bazares. ¿El motivo? La urgencia por adquirir linternas, pilas para las mismas, radio portátiles y, sobremanera, velar. En varios de tales establecimientos esos productos no tardaron en agotarse, al igual que las botellas y hornillos de gas para camping. Todo ello, por supuesto, gestionado a la usanza de hace tres décadas, con lapicero y papel, calculadora analógica… Y en profunda oscuridad. Un detalle ese último que propició que, en algunas tiendas, los ‘amigos de lo ajeno’ hiciesen de las suyas… Así ocurría en el bazar Felicidad, ubicado en el número 43 de la calle Marqués de Casa Valdés; sus responsables relataban, apesadumbrados, que, aprovechando la falta de luz, “nos han robado algunas de las linternas que colocamos para alumbrar los pasillos, y todo el carbón que teníamos a la venta”. Frente a tal decepción, una anécdota divertida: con el paulatino regreso de la electricidad, era posible ver colas ante los despachos de loterías, decididos a cobrar sus boletos premiados antes de que se produjese un nuevo apagón.
¿Y qué decir de los ciudadanos corrientes, aquellos a los que el ‘apagón’ sorprendió afrontando quehaceres cotidianos, o disfrutando de la soleada jornada de inicio de semana? Bien, en la mente de unos cuantos hubo palabra que se repetía una y otra vez, pese a que, a estar horas, ninguna prueba apunte en esa dirección: Rusia. Con o sin sentido, la imaginación es libre y poderosa, alimentada por el desconocimiento y el temor, y, hasta la primera comparecencia del presidente de la nación, Pedro Sánchez, las teorías de la conspiración con Vladimir Putin como el ‘coco’ ganaron fuerza a pie de calle. “Yo estoy segura de que hay algún ruso detrás de esto…”, afirmaba a la una y cuarto de la tarde una nerviosa Elvira Domínguez, inquieta por su incapacidad para contactar con su madre, Dionisia Vega, de 86 años y con domicilio en Tarrasa. Una opinión parecida expresaba Asier Morente, convencido de que “esto iba a pasar antes o después; los rusos iban a hacernos algo, y fijo que se acaba descubriendo que esto es un ataque de ellos”. Pero también los hubo que alargaron el foco más al este, hasta la lejana Corea del Norte. Como Ernesto Valle, defensor de la, por otro lado, muy poco sólida hipótesis de que “esto han sido los de Kim Jon-un; huele a ellos”.
De todos modos, la mayor parte de los testimonios fueron mucho más normales. Relatos de desconcierto, de preocupación por los seres queridos lejanos, de enfado… De autocrítica por no haber cogido efectivo antes de salir de casa, o no haber comprado más conservas cuando se tuvo la oportunidad… “Mira que si, al final, lo del kit de supervivencia tendríamos que habérnoslo tomado en serio…”, reía, animada, Laura Fernández, mientras estiraba sus músculos tras una sana carrera de lado a lado del Muro. Con menos humor lo asimilaba Abel Alonso, deseoso de que “sea un ataque, porque como resulte que todo es por un accidente… Vamos, es que es para encerrar a alguien y tirar la llave, en pleno 2025”. Y una postura que ya se viese durante la pandemia del coronavirus: la de aquellos que confían en que esto sirva de lección. “Dependemos demasiado de la tecnología; ahora lo estamos viendo, y eso nos hace súper vulnerables”, reflexionaba Tania Velarde, al tiempo que trataba de desentrañar cómo iba a abrir la puerta de su portal, que se acciona mediante un código digital… Inhabilitado.
Por suerte, en este momento del martes la normalidad reina en Gijón, sin que haya más problemas a destacar que, precisamente, puertas electrónicas bloqueadas, persianas de negocios trabadas y, eso sí, ciertas comunidades de vecinos que deberán iniciar negociaciones con sus respectivos seguros, para que estos últimos cubran los daños en las puertas de los ascensores. Menudencias, en cualquier caso, y un cierre pintoresco para un suceso todavía envuelto en dudas, pero que, y en esto coinciden todos aquellos entrevistados por miGijón, podría haber sido infinitamente peor.