Algunos afirman que el «barullu» romperá el partido incurriendo con ello en un falso dilema que pretende obligarnos a elegir una opción como única alternativa a una realidad indeseable para todos: «o esto o el caos»
En 1943, poco antes de morir, Simone Weil publicó Nota sobre la supresión general de los partidos políticos: la crítica más demoledora que nunca se haya escrito contra las organizaciones políticas. El argumento principal de la filósofa francesa es que los partidos imposibilitan la democracia al ser internamente máquinas totalitarias que anulan la libertad de pensamiento, levadura insustituible para que una sociedad madure democráticamente.
Un partido político, afirma Weil, es una organización que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de sus miembros. En 1991, el vicesecretario general del PSOE sintetizó esta idea en el ya famoso «el que se mueva no sale en la foto». Alfonso Guerra se estaba refiriendo a la disciplina de partido, por la cual los militantes deben renunciar a pensar por sí mismos y manifestar sumisión a la voluntad del líder. Los partidos políticos, denuncia la filósofa, son un mecanismo maravilloso que consigue que ni una sola mente pueda atender al esfuerzo de percibir en los asuntos públicos lo que es bueno, lo que es justo, lo que es verdadero. Los partidos impiden a sus miembros la libertad de pensamiento y de expresión, imposibilitando el debate y desarticulando con ello la democracia en sus mismas entrañas.
Afortunadamente, hay partidos que han sabido dotarse de mecanismos para evitar que este cáncer se extienda por todo el cuerpo político. Uno de los instrumentos más eficaces son las primarias, elecciones donde los militantes, y no el aparato del partido, eligen a sus candidatos. No es casualidad que las elecciones primarias estén normalizadas en la democracia moderna más antigua y consolidada. El primer partido en llevarlas a cabo, fue el Partido Progresista de Theodore Roosevelt, al que siguió el Partido Demócrata, y luego el Partido Republicano. Incluso el minoritario Partido Comunista de los Estados Unidos aceptó el régimen de las primarias por el que los militantes no solo eligen a sus candidatos sino que ejercen la democracia dentro del propio partido.
Sócrates identificó el pilar que da soporte a la democracia cuando, esperando en el corredor de la muerte a que se ejecutase su sentencia, afirmó: «Nosotras [las leyes] proponemos lo que mandamos, no de un modo despótico, sino dejando la opción de que se nos obedezca o se nos convenza de lo contrario». Arrebatarle a los militantes la posibilidad de convencer al partido, mediante el uso de la palabra, para que cambie es cancelar la democracia misma.
Los atenienses eran conscientes de que la democracia es imposible sin la isegoría, el mismo derecho a usar la palabra. La isegoría garantiza un espacio de oportunidad para el debate, para el consenso, pero también para el disenso, desde el que todos pueden construir una auténtica democracia. Aristóteles, en su Política, advertía que los animales políticos solo podemos identificar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo útil y lo perjudicial, mediante el diálogo. Por el diálogo, los hombres libres pueden construir un mundo en común. La isegoría es la posibilidad de que cualquiera, sin importar su condición social, pueda tomar la palabra en la asamblea. Pero es más que eso, implica un «igual derecho a su uso». La palabra del último militante que acaba de llegar al partido vale tanto como la del secretario general y los argumentos de los que antes eran nadie deben ser sopesados y tomados en cuenta en la discusión pública. Es decir, la posibilidad de que sean todos los que gocen del uso de la palabra es la esencia del carácter democrático. Pero la isegoría solo puede llegar a ser real, y no una mera quimera, cuando no hay amedrentamiento, amenaza de castigo o persecución sobre aquel que tiene algo que decir. La deliberación no es en sí misma democrática. La deliberación solamente es democrática si quienes la practican gozan de igual poder decisorio. Esto es, que la deliberación se dé en condición de igualdad y no como en aquella ocasión en la que el líder entró en la asamblea y dijo aquello de «la decisión está tomada, ahora discutamos».
El «barullu» es el efecto secundario no buscado de todo auténtico diálogo democrático que busque, con honestidad, lo que es bueno, lo que es justo, lo que es verdadero. El doble efecto es un principio clásico de la ética que sirve para determinar la licitud o ilicitud de una acción que produce o puede producir dos efectos, de los cuales uno es bueno y el otro es malo. Al sujeto no se le imputa el mal que se sigue, pues el efecto bueno justifica por sí mismo el que se ejecute una acción que lleva consigo un efecto malo, previsto, pero no deseado. Según este principio, sería legítimo aliviar el dolor (efecto primario deseado) de una persona terminal con sedación, aún cuando esto suponga acórtale la vida (efecto secundario no deseado). Por analogía, toda aquel que solicita un espacio público donde poder hablar y poder colegislar con sus iguales, busca democracia (efecto primario deseado) y no «barullu», (efecto secundario no deseado).
Algunos afirman que el «barullu» romperá el partido incurriendo con ello en un falso dilema que pretende obligarnos a elegir una opción como única alternativa a una realidad indeseable para todos: «o esto o el caos». Pero la falacia es doble cuando se confunden unidad y uniformidad. La primera se refiere a una armonía de lo diferente mientras que la segunda implica su eliminación. La unidad no anula la diversidad de voces; la uniformidad exige univocidad. La unidad se alcanza por procesos de diálogo y democracia; la uniformidad, en cambio, solo se construye a través de relaciones verticales de poder. Por eso, nada hay más sano para la democracia que ejercitar la democracia en el seno de los propios partidos.
Otra francés, Jacques Maritain, afirmaba que el poder y la autoridad son cosas distintas. Poder es la fuerza por medio de la cual se puede obligar a obedecer a otros. Autoridad es el derecho a dirigir y mandar, a ser escuchado y obedecido por los demás. La autoridad pide poder. El poder sin autoridad es tiranía. La autoridad ha de ser obedecida por razón de conciencia, como obedecen las personas libres que buscan la justicia y el bien común, por el deseo de obedecer solamente porque es justo. Pues bien, toda autoridad política deriva de la voluntad del pueblo y de su derecho básico a gobernarse. Cuando el pueblo inviste de autoridad a ciertas personas no se despoja de su derecho a gobernarse y su autoridad para regirse. Puedo investir a otro hombre como enviado o representante con un derecho mío, sin que por eso yo pierda su posesión. El pueblo, en democracia, posee el derecho a gobernarse de una manera inherente y permanente. Cuando sus representantes pierden el sentido de su autoridad y se comportan como una pandilla irresponsable de escolares o de clanes en lucha por el poder es mala señal para la democracia. Pero arrebatarle al pueblo el derecho a elegir a sus representantes es eliminar la misma democracia.
Firmar por unas primarias no es pedir una moción de censura sino firmar para que se normalice y se consolide la democracia en el partido. Esta verdad es de primero de primarias.