«Es muy fácil empatizar con las familias y las personas que aman a quienes han pedido que se les deje ejercer su derecho a tener una muerte digna. Pero empatizar con su dolor y pedir que se les acompañe y cuide mientras pasan por esta experiencia terrible no implica que su voluntad tenga que prevalecer sobre la voluntad y el derecho de quien, bajo el manto de la ley y cumpliendo con los requisitos, ha decidido que ya no puede o quiere continuar viviendo, esto es, sufriendo»


La vida es un viaje maravilloso. En ella hay risas, placer, alegría, amor, pasión, aventura, abrazos, sexo, dolor, aburrimiento, incertidumbre, desamor, decepción, monotonía… Es la mejor atracción de todo el parque, pero solo te puedes montar en ella una vez y nunca sabes cuándo va a parar. Para la mayoría de nosotros este viaje merece la pena cada segundo que pasamos en él y, por lo mismo, entendemos que todas las vidas son igual de irrepetibles, irreplicables, insustituibles e importantes, porque una vez que nos bajamos de la atracción ya no hay nada, solo queda el recuerdo de lo que fuimos, el eco de nuestro paso por la vida de los demás y el vacío que dejamos en quienes nos aman.
Es por eso que perdemos la inocencia y dejamos la infancia atrás en el momento en el que aprendemos que vivir es aceptar la muerte, la nuestra y la de quienes nos rodean. Esta es la única verdad indiscutible e inevitable de la que podemos estar seguros en toda nuestra existencia. Para huir de esta realidad muchas personas se agarran al consuelo de la religión y la existencia de un más allá después de la muerte física, mientras otras aceptamos la muerte y la nada posterior abrazando la vida, agarrándonos a ella y a todas las cosas buenas, malas, regulares, mediocres y extraordinarias que nos vamos encontrando en este viaje maravilloso. Porque es precisamente cuando aceptamos la muerte cuando empezamos a disfrutar de la vida. Sin embargo hay personas cuyo existencia es más un castigo que una aventura, personas que solo han vivido el dolor y que el único consuelo, el único alivio que hallan a su sufrimiento está precisamente en esa muerte que tanto nos aterra. Y es este miedo que sentimos hacia la muerte lo que nos ha cegado durante demasiado tiempo ante el dolor ajeno y nos ha llevado a que nos neguemos a aceptar que también tenemos derecho a exigir una muerte digna y, por más que nos pese, a escoger cuándo queremos irnos.
¿Quién no ha perdido a alguien en su vida cuya ausencia, a pesar del paso del tiempo, se sigue sintiendo tan reciente que todavía duele? ¿O, paseando por la calle, ha visto una figura que le ha recordado a un ser amado que ya no está y por unos segundos incluso ha llegado a pensar que quizás, sí, imagínate que fuera ella o él? Es muy fácil, por tanto, empatizar con las familias y las personas que aman a quienes han pedido que se les deje ejercer su derecho a tener una muerte digna. Pero empatizar con su dolor y pedir que se les acompañe y cuide mientras pasan por esta experiencia terrible no implica que su voluntad tenga que prevalecer sobre la voluntad y el derecho de quien, bajo el manto de la ley y cumpliendo con los requisitos, ha decidido que ya no puede o quiere continuar viviendo, esto es, sufriendo. Aprovecharse e instrumentalizar este dolor por razones ideológicas y alargar la tortura psicológica de todas las personas implicadas en el proceso, judicializando un caso perdido de antemano solo para conseguir publicidad y dar una lección, es de una miseria moral imperdonable.
El uso y el abuso torticero que se está haciendo de los tribunales por parte de ciertas asociaciones vinculadas a la extrema derecha patria para imponer una agenda reaccionaria que no han sabido ganar ni en las urnas ni en el Parlamento, es una mácula para el Estado de Derecho. Las constantes denuncias frívolas con las que atascan los tribunales están entorpeciendo el libre ejercicio de derechos tan básicos como el de la libertad de expresión y también nuestro derecho a tener una muerte digna. Estas denuncias y pleitos no son otra cosa que ejercicios de sadismo, mala fe y crueldad disfrazados de falsa piedad y cristianismo.
Hoy en día es muy difícil luchar contra las simplificaciones y las caricaturas con las que se pretende despachar las posiciones ajenas. En este juego de suma cero que es la sociedad actual, hemos perdido la capacidad de matizar y de aceptar que el contrario puede tener puntos de vista respetables y argumentos racionales. Sin embargo esto no nos puede hacer perder de vista que los derechos y la libertad de expresión están por encima de las creencias individuales y las subjetividades. Especialmente cuando estas últimas solo parecen importar para disciplinar y acallar voces críticas.
Es por eso que tenemos la obligación de seguir insistiendo en la necesidad del laicismo, pues la separación de la esfera privada, esto es, la religión, de la esfera pública, es la única vía para garantizar la libertad religiosa y para, al mismo tiempo, proteger a quienes no profesan ninguna religión y no desean que la moralidad y los preceptos religiosos de terceros se impongan al libre ejercicio de sus derechos, entre ellos el de tener una muerte digna y acompañada. Vivir es una aventura maravillosa pero, si algún día deja de serlo, dejadnos, por favor, morir en paz.