Morir matando es matar lo único que puede sobrevivirnos: nuestro recuerdo
Afirmaba Machado, por boca de Juan de Mairena, que «tal es el amor del hombre por la verdad, que desde el principio acepta la más amarga de todas». Pero lo cierto es que ni la muerte tiene por qué ser amarga ni todos los hombres la aceptamos igual. Tanto el Gálata como el Laocoonte mueren cada día, uno en los Museos Capitolinos de Roma, otro en los Museos Vaticanos, pero afrontan la agonía con un talente vital distinto, incluso opuesto.
El gálata, herido en un costado, conocedor de su inevitable destino, yace estoicamente sobre el suelo, en una sosegada espera que lo dignifica y lo eleva. Para atravesar el umbral de la vida, el guerrero se viste con la misma desnudez con la que entró en este mundo y con la que se presenta la verdad. Su mano derecha se posa como el ala de un pájaro sobre su muslo mientras la izquierda se enraíza en la tierra, recordándonos la paradoja vital de todo ser humano que tan agudamente sintetizó Juan Ramón en su aforismo: raíces y alas. Que las alas arraiguen y las raíces vuelen. La cabeza del celta se inclina, pero no como posición de derrota sino de recogimiento. El gálata inspira sus últimas bocanadas de aire en serena paz, volcando la mirada hacia las profundidades del alma para leer allí el relato que ha venido escribiendo durante toda una vida. Toda la piedra que compone la escultura es puro amor fati, esta actitud sabia y humilde que no solo soporta el destino, sino que lo acoge, porque los destinos guían a quien los acepta, pero arrastran a quien se les resiste.
El Laocoonte se resiste a morir y, con ello, tan solo acelera el inevitable desenlace. La serpiente ya le ha inoculado el veneno que pone un límite infranqueable a su vida. Pero él se resiste, lucha, se retuerce con dramatismo, lo que hincha sus venas para que la ponzoña se mueva con mayor rapidez por el torrente sanguíneo. Sabe que ya está muerto y elige morir patéticamente matando; no amando la vida vivida, como el gálata, sino resentido con ella. No es solo su boca; todo su cuerpo odia porque su dolor no es físico sino moral: se siente humillado por la vida. El sacerdote, que ha sido pastor de hombres, se niega a ser pastoreado por la muerte. El ejercicio del poder le ha hecho creer que su gobierno no tenía límites, que no era un hombre sino un inmortal y, con ello, peca de hybris, desmesura del orgullo y la arrogancia, un impulso irracional y desequilibrado, un intento de transgresión de los límites impuestos a los hombres mortales y terrenales. La hybris se expresa en un carácter enfermo, desequilibrado e irracional, porque, como reza el proverbio griego: «Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco».
Lo que nos enseña el Gálata es que se ha de morir de tal manera que nuestra muerte sea escandalosamente injusta. Porque morir matando es matar lo único que puede sobrevivirnos: nuestro recuerdo.