
«Da igual Halloween o Antroxu; el desmadre se apodera (…) de ‘Cimata’. Y son ellos, y no ellas, los que mean en los portales; son ellos, y no ellas, los que lanzan al cielo improperios fascistas, coplas propias de Ultra Boys, celebradas ofensas en manada o jauría de unos muchachos que no pasan de los veinte años»
Otra noche en vela, y Maribel tendrá que ingresar en Urgencias. Cada noche de fiesta supone un descanso fallido, unas horas perdidas, un tiempo de derrumbe. Maribel abre su kiosco con puntualidad británica y el madrugón diario forma parte de su respiración cotidiana, pero ya empieza a estar harta de todos los peajes pagados y sufridos por vivir y ‘maldormir’ en el ‘barrio alto’. Y, claro, en la balanza de lo bueno y lo malo va pesando más lo negativo, en kilos de desazón que cuestan cargar a la espalda como un saco de piedras.
Después de la juerga nocturna, donde nunca aparece la policía, las calles de Cimavilla amanecen arrasadas en basura. Con una interminable colección de botellas, latas, bolsas y vomitonas por aceras y fachadas, para desgracia de los esforzados trabajadores de EMULSA. Duró la última ‘farra’ hasta bien entrada la madrugada, y Maribel pudo escuchar cánticos y gritos que se van repitiendo en los últimos jolgorios. Y da igual Halloween o Antroxu; el desmadre se apodera sin remisión de ‘Cimata’. Y son ellos, y no ellas, los que mean en los portales; son ellos, y no ellas, los que lanzan al cielo improperios fascistas, coplas propias de Ultra Boys, celebradas ofensas en manada o jauría de unos muchachos que no pasan de los veinte años: «Arriba España, putas rojas». Esas risas y aplausos que acompañan el desgañite consiguen helar la sangre de Maribel, que piensa, al instante, en trocar «Juventud, divino tesoro» por «Juventud, divina morralla» como frase lapidaria.
Qué país, qué sociedad, qué mundo es este. La educación y el civismo son mascaradas a lo largo del año. Cuando Maribel era joven, el asomo de rebeldía tenía nombre de punk, de rock, de anarquía, de comunismo. En estos tiempos, muchas espinillas se enamoran del reguetón, del machismo y de esas loas absurdas a un dictador que, por suerte, no conocieron. En qué momento «se jodió el Perú», y La Calzada, y El Llano, y Cimavilla…
De quién fue la culpa, quién lo alimentó, por qué arraigó en los corazones más tiernos… Tiene Maribel dos habituales del kiosco que no llegan a los cuarenta, de barba espesa y cabello engominado, enfundados en americanas minúsculas, ridículas. Llegan siempre en pareja; como la Guardia Civil, Milli Vanilli o Esteso y Pajares. Los dos compran chicles. Uno se lleva El Mundo y la revista Hola, mientras el más alto susurra, como si rezase, «Dame el ABC». De cuando en vez inician charla con la kiosquera, ya muestran confianza y se expresan con una suficiencia asombrosa, como si trabajasen en la Bolsa de Nueva York y los números importasen más que las personas. A veces, adoptan sonrisa de comercial y llaman trasnochada o woke a Maribel. «Pobres imbéciles», piensa ella. Son esclavos de las cosas, como todos, pero estos se quieren poco, porque sus cosas valen más que sus vidas.
Terminada la jornada, tiembla la kiosquera al bajar la persiana metálica. Ya está aquí otro fin de semana, y otra noche de insomnio va a dejarla machacada. No sabe si prender fuego a su bajo de Honesto Batalón, o llamar antes a la policía, por si esta vez hay suerte; a los bomberos o a la ambulancia. Cualquier día agarra el bastón de su padre y se lía a hostias con el grupito de niñatos fachas que hacen parada justo enfrente de la ventana de su habitación. Aunque Maribel no quiere ser protagonista en las noticias de la tele, y menos por culpa de esa fementida canalla, de esa divina morralla.
Has clavado la realidad de Cimavilla