«Un edifico que debería aparecer en cualquier lista que hagamos de edificios sobresalientes de la ciudad»
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Esta semana vamos a hablar en este pequeño espacio dedicado a los edificios de Gijón de uno de esos que no será un descubrimiento para la gran mayoría de vosotros, pero no por ser conocido deja der un edifico que debería aparecer en cualquier lista que hagamos de edificios sobresalientes de la ciudad. Destaca por su elegancia, por su color, por su presencia en el espacio urbano, por sus acabados y por su estilo.
Pero, como siempre, vayamos paso a paso desgranando estas características. Lo primero de todo, ubicarlo: se trata de ese gran edificio de color blanco que se emplaza en el número 3 de la plaza del Instituto (Parchís), frente a un lateral del Antiguo Instituto Jovellanos.
El proyecto de construcción arranca hace más de 90 años, en 1934, con la solicitud de derribo de las cuatro casas que ocupaban ese espacio, por parte del promotor, y futuro propietario del edificio, Juan González Pérez. Al frente de ese derribo, y de la futura construcción que allí se ejecutaría, tenemos al incombustible Manuel del Busto. En este punto haré un inciso: uno de los nombres populares de esta construcción es, o fue, ‘La Casona’, aunque también se denominó ‘La Casa Blanca’, por el color de su fachada. Lo de ‘La Casona’ se refería a la gran volumetría y altura de esa edificación en esa época respecto a lo existente; baste con reseñar que el espacio donde se encuentra estuvo ocupado antes por cuatro propiedades, como decíamos. Conviene tener esto presente para ubicar lo que significó esta construcción para esa época. Sigamos.
El proyecto para la construcción de este edificio se presenta en junio de 1934 al Ayuntamiento, un proyecto de edificio con un bajo comercial y cinco plantas. Cinco plantas que, un año después, pasan a ser seis. Esto, que hoy en día puede parecernos una altura bastante prudente, y más si hablamos del pleno centro de la ciudad, contravenía totalmente la normativa urbanística de la época. De hecho, el arquitecto municipal, José Avelino Díaz y Fernández-Omaña señalaba que, en la calle donde se proyecta la construcción -denominada en aquel momento Blasco Ibáñez-, la altura máxima permitida de cualquier edificio era de quince metros, y que el proyecto que se presentaba alcanzaba los veintidós metros. Aun así, la Corporación municipal votó a favor. Pero, como decíamos, la cosa fue a más, y un año después se propone, por parte del propietario, aumentar en una altura el edificio, alcanzando los veinticinco metros, a lo que el arquitecto municipal contesta que, si bien la altura anterior ya contravenía la ordenanza de aplicación para ese espacio, esta nueva altura ya supera toda normativa vigente en la ciudad, que establecía un máximo de veintitrés metros de altura para cualquier edificio. Solo cabía una excepción: si el edificio fuera público o de utilidad general. Esa interpretación, que no correspondía a la realidad de las características de ‘nuestro’ edificio, y con el voto a favor de la mayor parte de los integrantes de la Corporación municipal, sacó adelante la que hoy en día es una joya arquitectónica incuestionable de la ciudad. Resulta muy curioso comprobar cómo el mal que ha asolado el urbanismo de Gijón en los últimos cien años, que no es otro que saltarse a la torera la normativa imperante y que se ha llevado por delante media ciudad, dejándonos unas densidades y volumetrías en muchos casos hasta inexplicables; es también, en varios casos, la razón que ha permitido desarrollar algunas de las joyas de la ciudad.
Pero mucho más allá de esto, el edificio que hoy vemos, ejecutado por Manuel del Busto, es uno de los mejores ejemplos del estilo racionalista que quedan en Gijón. La sobriedad decorativa, la horizontalidad de sus huecos, los detalles del portal e interiores, su ventanal corrido, su carpintería detallista, la excelente calidad general del conjunto construido y el adecuado mantenimiento hasta nuestros días, nos permiten disfrutar de un edificio singular en uno de los espacios más visibles de la ciudad.
Además de sus cualidades arquitectónicas, el edificio forma parte de la historia de la ciudad por haber sido sede de instituciones tan dispares como el Consejo Soberano de Asturias o la Comandancia Militar de Gijón.
Pero hay más detalles curiosos, como la historia de su ascensor. Tras la Guerra Civil y una vez reparados algunos desperfectos ocasionados por los bombardeos en el último piso, el edificio fue puesto otra vez a pleno rendimiento, salvo por un detalle; y es que el ascensor no estaba en funcionamiento. Eso, en un edificio de seis alturas, más allá de contravenir las normativas, era una limitación enorme. Durante los no pocos meses que duró esa situación, y hasta que el propietario se hizo cargo, un muy diligente funcionario municipal se dedicó a notificar, una vez por mes, la multa al interesado, que estaba en paradero desconocido. Como no lo localizaba, acabó por dejar las notificaciones hasta en casa de su cuñado, o entregándoselas a la trabajadora del hogar de un conocido, negándose todos ellos a recoger la notificación, lo cual no arredraba al funcionario, que volvía a insistir, hasta que, meses después y varias multas más tarde, que nunca se llegaron a pagar, el asunto se solucionó.
Un precioso edificio, lleno de historia y de historias, que le dan un simbolismo único dentro de nuestra ciudad. Y un patrimonio arquitectónico, integralmente protegido en el catálogo urbanístico, que ya forma parte indisoluble de la geografía urbana de Gijón.