«Rutilio Freitas, ‘Ruti’, buscó su destino en las discotecas de Ibiza, a mediados de los 90, como pincha ocasional. Regresó en 2015 a su Gijón del alma «tocado del ala». La música siempre fue su pasión y hace un par de días me lo topé en Begoña»
Cargó y creció Rutilio Freitas con un nombre a cuestas en los años 70 y 80 del pasado siglo. Se lo pusieron en honor al bisabuelo que hizo fortuna en la Cuba de Batista. Con el contrabando primero y la exportación de tabaco después. Un Rutilio de mala baba y sin escrúpulos que dejó aprovisionados a tres generaciones de rentistas sin grandes preocupaciones monetarias. Rutilio, ‘Ruti’, buscó su destino en las discotecas de Ibiza, a mediados de los 90, como pincha ocasional. Regresó en 2015 a su Gijón del alma «tocado del ala». La música siempre fue su pasión y hace un par de días me lo topé en Begoña. Con gafas de sol amarillas y un chándal blanco con la firma de Iván Lendl. A modo de bandolera lucía un altavoz que trabajaba a destajo y buen volumen con la selección que a Freitas le vino en gana. Bajó por Fernández Vallín, pegado a Correos, dando palmas y mirando hacia atrás como si le siguiese un ejercito de bailarines invisibles. Sus botas rosas de basket parecían tener vida propia al ritmo de Patrick Hernández, Donna Summer y Technotronic. Apuré el paso y decidí ir tras los pasos del tipo con ínfulas de flautista de Hamelin por los Moros. ‘Ruti’ coleccionaba miradas de asombro y animaba a los danzantes fantasmas a seguir el ritmo. Me acordé entonces de la asombrosa historia de Frau Troffea y su baile frenético. La mujer que no dejó de zapatear, a la que «escoltaron» 400 danzantes alsacianos, moviendo incesantemente caderas, rodillas y brazos durante un mes en el Estrasburgo de 1518. Algunos de los cuales fallecieron agotados o infartados en lo que se dio en llamar «la plaga de la danza»…
Al llegar a la Plaza del Marqués la música se mezcló con el furioso movimiento de las aspas de un imponente helicóptero militar y pegado al muro del Club de Regatas perdí de vista a ‘Ruti’, engullido por un rebaño de legionarios que corrían hacía el Elogio. En una ciudad tomada por las fuerzas armadas, montando campamentos en Oviedo y Gijón para celebrar su día en la interminable semana patriotera de uniformes, barbas de Geyperman, vírgenes y medallas a la mayor gloria de esa rancia Españaza, cainita y bravucona. Cantaban los ‘lejías’ con energía, observaba a la distancia un cabrón, bien cuidado por un impertérrito soldado, el macho cabrío dibujaba una estampa a contraluz propia del Día de la Bestia, firmada por Álex de la Iglesia, mientras sus adoradores entonaban a voz en grito: «Vale más un legionario, vale más un legionario que toda la morería». Justo en ese instante eché de menos al granizo y la ventisca, a la locura de Ruti, su música disco y al Gijón de lucha social, asociaciones y consensos. El que dejó de ser, el que ya no está y puede que no vuelva. Ya lo dejó escrito José Emilio Pacheco: «Lo que se va ya no vuelve aunque regrese». Me quedé flotando en la nostalgia de los tiempos de paz, entre el ruido y el esperpento. Contemplando como se iban amontonando banderas y cruces en el caldo espeso de la resignación, disfrazada de orgullo.
Y es que, en el fondo, casi todos sabemos que es más difícil pensar que obedecer y vitorear.