Corría el año 1961 y una joven pareja, ella de Quintes y él de Quintueles, se instalaba en la calle Capua, 17 e inauguraba El Altillo. Eran Tomás Méndez Caso y Azucena Menéndez Pidal, que ya tenían una niña de cinco años, Isabel
Corrían los años sesenta y la “zona Capua” cómo tal, aún no existía.
Es cierto que, frente a las Escalerona, era ya conocida la cafetería Marathon y no muy lejos, esquina con Casimiro Velasco, estaba el bar Casa Luisa. Y por supuesto el Mercado San Agustín y su soportal repleto de autobuses. No se había instaurado el alma sportinguista que años más tarde inundó la zona.
Corría el año 1961 y una joven pareja, ella de Quintes y él de Quintueles, se instalaba en la calle Capua, 17 e inauguraba El Altillo. Eran Tomás Méndez Caso y Azucena Menéndez Pidal, que ya tenían una niña de cinco años, Isabel.
Tomás, hombre emprendedor, una palabra que de aquella no se utilizaba, trabajaba con su padre Antonio y su hermano Seli realizando obras de albañilería, así que no hace falta apuntar, que todo el bar Altillo, como se conocía, se hizo con mimo y exceso de cariño, sustantivo este, que inundó hasta su cierre, los rincones del local.
Al poco tiempo de abrir llegaron más hijos, Daniel, que falleció años más tarde en accidente de coche, y Margaret (su hijo lleva el nombre de su hermano). La familia se fue haciendo poco a poco con una selecta clientela, que también podía pernoctar en varias habitaciones vacacionales, en la que destacaban los futbolistas del equipo local.
Así que por allí pasaron todas las generaciones de sportinguistas, desde los hermanos Castro hasta Joaquín, Jiménez, Maceda…
Tomás era tan “futbolero” como sus clientes, y de ese amor por el fútbol y de una de esas grandes tertulias, nació la Peña Sportinguista Inter. Según cuentan, ese nombre surge de un encuentro entre el Real Madrid y el Inter de Milán, en el que resultó ganador este último. Para recordar esa jornada, suponemos de sinsabor, se decidió nombrar a la nueva formación de fans del equipo local, con el nombre del equipo italiano. Y así fue.
Pero, ¿qué se comía en el Altillo? Había varios “espectáculos” culinarios.
Digamos que de la carta no se podía dejar de probar la carne asada. Laminada fina y acompañada de una salsa exquisita, no faltaba en ninguna mesa. Ahora bien, lo verdaderamente inolvidable eran los cachopos. Sí han leído bien. El cachopo no es un invento de ahora, ya se disfrutaba de ellos en el siglo pasado.
De carne, o merluza eran las estrellas de la cocina del bar de la calle Capua. Nadie se podía resistir, pero los que lo probaron saben muy bien que eran de premio, de Cuchara de Oro, de Sol de la Guía Repsol, de Estrella Michelin…
¿Y los bocatas de calamares y tortilla? Salían de aquella cocina a cientos en la época en que la zona se puso de moda.
Pero lo imborrable como recuerdo y anécdota llegaba con la época de los oricios. Sí, cuando se compraban por paladas a los caminos aparcados frente a la Pescadería, hoy edificio con uso consistorial. Ahí sucedía otro espectáculo irrepetible. Tomás sentado en la mesa familiar, junto a la escalera de acceso al altillo que dio nombre al local, con un saco de oricios y una barra de pan.
Uno a uno, el hostelero abría los oricios y con un trozo de pan, haciendo de cuchara, podía pasarse horas. Hasta que se acabara el saco. ¡Qué recuerdo! Tomás falleció el 7 de noviembre del año 1985, pero la pasión por el futbol continúa en uno de sus nietos. David es entrenador y técnico de futbol y dirige una escuela en Alicante.