
«Encerrada en edificaciones añosas y en un estado que a duras penas cumplen con los requisitos mínimos de seguridad, la comunidad educativa asturiana al fin ha tomado la iniciativa para evitar que lo que aun queda en pie se derrumbe»

Mi hermana y yo solíamos pasar los fines de semana en casa de mis abuelos paternos. Mi abuela Lenita nos dejaba jugar con todo lo que había en su casa durante horas. Ropa, maquillaje, muñecas, cartulinas, juguetes, almohadas… Cualquier cosa nos servía para disfrazarnos, imaginar otros mundos o pelear guerras contra el Séptimo de Caballería o los nazis hasta que llegaba la noche. Y era en el momento de irnos a la cama cuando mi abuela, que durante horas había contemplado impasible cómo convertíamos su pequeño salón en un campo de juegos y batalla, nos pedía que recogiéramos todo pues, según ella, si alguien enfermaba durante la noche, ningún médico iba a querer entrar en la casa si esta estaba hecha un cuadro barroco con todos los juguetes tirados por el suelo.
Durante años le tuve pánico a aquel médico tan imaginario como repunante. La mera idea de que un doctor dejase morir a alguien porque los Pin y Pon estuvieran fuera de su caja me aterrorizaba y me enfadaba al mismo tiempo. Supongo que de este ridículo trauma viene mi obsesión por la limpieza y el orden. Pues servidora, como la RAE, adora sacar brillo y esplendor, no a las palabras de la lengua de Cervantes, sino a suelos, ventanas, cocinas, baños y alfombras. Controlar el espacio que me rodea, poner orden en las cosas, que todo esté limpio y en su sitio, me provoca una sensación de paz y seguridad que me resulta complicado hallar en otras situaciones.
Mens sana in corpore sano, y más sana todavía en casa reluciente. Y es que a nadie le gusta, por lo general, vivir rodeado de suciedad, desorden o fealdad. Mucho menos tener que trabajar -actividad que hacemos por necesidad- en entornos desagradables, por lo que hacerlo en sitios limpios y relativamente gratos a la vista se ha convertido también en parte importante de nuestros derechos laborales. Mucho se ha escrito sobre la influencia que tiene el diseño y la arquitectura de los lugares en los que trabajamos en el rendimiento y en la salud mental de los empleados. Algo que a la Consejería de Educación del Principado de Asturias parece que no le preocupa demasiado.
Cualquier persona que alguna vez haya puesto un pie en un centro educativo asturiano puede dar fe del mal estado en que se encuentran. Filtraciones y humedades -esto, reconocido por el propio Principado- son lo habitual en diecinueve colegios y en, al menos, seis institutos solamente en la ciudad de Xixón. Suelos desvencijados, mobiliario ruinoso, inadecuado e instalaciones anticuadas en edificios que, en algunos casos, están construidos en los años sesenta, son la norma y no la excepción, pero también la realidad para miles de personas -alumnado, profesorado y personal no docente- cada día lectivo. Ni siquiera el derrumbe de la planta baja del Colegio Rey Pelayo, ni la evacuación del IES Jovellanos tras la aparición de una grieta en el gimnasio, han hecho que la Consejería y el Ayuntamiento se sientan impelidos a poner remedio a lo que debería ser un escándalo: el mal estado de unos edificios en los que se pone en riesgo la integridad física del alumnado, el profesorado, el personal no docente pero también el de cualquiera que tenga relación o pase cerca -hace tres años dos obreros murieron durante las obras de mantenimiento del Colegio San Vicente de Paul, una tragedia evitable y de la que parece que nos hemos olvidado demasiado pronto-. Pero este manifiesto abandono de los centros educativos es a su vez el síntoma del desinterés y la incompetencia de una administración que lleva décadas ignorando las necesidades de la educación pública asturiana y menospreciando su importancia.
No es ningún secreto que este segundo mandato de Adrián Barbón es un barco a la deriva con grave riesgo de naufragio. La gestión del accidente de la mina de Zarréu, las matanzas de lobos, el cese injustificado de De Soto como director de LABoral Centro de Arte, la apuesta por el turismo descontrolado, la ley LGTBIQ+ metida en un cajón por la presión del lobby terf o una Izquierda Unida que ni está ni se la espera son algunos de los ejemplos de los frentes abiertos con los que tiene que lidiar este gobierno. En el armario de Barbón y sus consejeros ya solo quedan camisas de once varas. Por eso resulta especialmente llamativo que Lydia Espina, Consejera de Educación, se haya puesto a hacer boquetes en la quilla del barco en el peor momento posible.
Esta última semana de mayo hemos sido testigos de una huelga educativa y de una movilización en la calle que no veíamos desde los tiempos del ‘Rajoynazgo’ y la Marea Verde. La comunidad educativa asturiana ha dicho basta tras años de ninguneo y abandono. La aprobación del calendario para el próximo curso de manera unilateral, y sin tener en cuenta ni el criterio de los sindicatos ni el bienestar de la comunidad educativa, ha sido la gota que ha colmado el vaso de los educadores asturianos, que llevan años padeciendo la falta de compromiso de la administración con los retos y las necesidades de la educación pública. El volantazo de Barbón en el último momento, desautorizando públicamente a su consejera -a la que al final no le ha quedado más remedio que dimitir tras la masiva manifestación del domingo-, no ha servido para aplacar un malestar profundo que se lleva larvando durante años, solo ha demostrado que en educación se va improvisando.
La obsesión de este Gobierno por tener al alumnado y al profesorado dentro de los centros educativos -alargando el tiempo lectivo por puro postureo sin justificación pedagógica-, pero sin atender a las ratios, ni a la falta de atención a la diversidad, ni a las plantillas raquíticas, ni a la burocratización excesiva -que es la forma que tiene la administración de echar tierra sobre los problemas- ni a la injusta diferencia salarial con respecto al resto de comunidades autónomas y el estado calamitoso y vergonzoso de los edificios son problemas que vienen de lejos y que no parece que sepan o quieran resolver. Así lo han demostrado durante las negociaciones con los sindicatos al llegar a la mesa con un puñado de propuestas improvisadas e insuficientes.
Encerrada en edificaciones añosas y en un estado que a duras penas cumplen con los requisitos mínimos de seguridad, la comunidad educativa asturiana al fin ha tomado la iniciativa para evitar que lo que aun queda en pie se derrumbe. El balón está ahora en el tejado de un gobierno encerrado en despachos limpios, bonitos y sin filtraciones ni humedades, pero también aislado de los gritos de protesta de la sociedad asturiana.
Olé 👍👍👏👏👏👏