La bandera blanca se multiplicaba en los balcones, símbolo de la expresa rendición de una ciudadanía atemorizada ante las nuevas autoridades militares, cuyo rigor represivo contaba con un memorial bien nutrido de crudelísimos precedentes
Sabemos lo que cuenta la historia de ese día, pero posiblemente no tengamos imagen más elocuente de lo que representó esa fecha en la intrahistoria de la ciudad que ésta de las sábanas blancas en los balcones y ventanas de la Plaza del 6 de Agosto.
Este nombre en el callejero señala el día en que la estatua de Jovellanos, de Manuel Fuxá, fue erigida en ese céntrico punto urbano en conmemoración del regreso de don Gaspar a su ciudad natal en 1811, procedente de su destierro en el castillo de Bellver (Palma de Mallorca), adonde fuimos los alumnos del Instituto Jovellanos con el profesor y poeta José Benito Álvarez Buylla (1916-1981) en viaje de estudios a finales de los sesenta.
La fotografía refleja un oscuro día otoñal y lluvioso, posiblemente el mismo 21 de octubre de 1937, en cuya tarde las tropas franquistas de la cuarta Brigada Navarra entraron en Gijón para poner fin a la campaña del norte, que se había iniciado siete meses antes. De esa imagen sólo permanecen hoy en día la estatua de Jovellanos y el edificio que aparece al fondo a la derecha, en cuyos bajos hubo y hay una peluquería, hoy reciclada, unida a mis más viejos recuerdos de cliente con flequillo, marca peluda de la época.
La única bandera que se multiplica en esa fecha en los balcones de casi todos los pisos es la de las sábanas blancas, símbolo no solo de la paz apetecida tras un verano de intensos bombardeos por mar y aire, sino de la expresa rendición de una ciudadanía atemorizada ante las nuevas autoridades militares, cuyo rigor represivo contaba con un memorial bien nutrido de crudelísimos precedentes durante los quince meses de guerra que marcaban el calendario de los españoles y que, previsiblemente, iban a ser ampliados en una región marcada tres años antes por su denuedo revolucionario y la dura represión con la que fue sofocado.
Esa lóbrega luz, el cielo nublado, ese hombre de mediana edad tocado con una boina en primer plano, avanzando casi como una sombra, y las sábanas blancas tendidas en los ventanales y miradores, conforman la imagen que tantas veces se repetiría después en otras ciudades del país: no la de la paz, sino la de la victoria, con su historia oculta, la de los campos de reclusión, las cárceles y las ejecuciones, todas ellas bendecidas por la iglesia de Roma.
Muchas veces crucé de niño por esa plaza, camino del Grupo Escolar Jovellanos, sin imaginar ni tener las más mínima noción de que al sabio de la estatua que daba nombre a mi colegio y a no pocos establecimientos comerciales fue un desterrado de su tiempo por pensar y difundir una ideas demasiado avanzadas. Tanto que un siglo y pico después les costarán la vida, el exilio y el destierro a los vencidos de la cuarta guerra civil. Entre esas ideas estaban la de una educación para todos, la reforma agraria o la abolición de un tribunal, el de la Inquisición, que la dictadura franquista sustituyó por otros a su imagen y semejanza, como el Especial contra la Masonería y el Comunismo.
Las ideas en las que don Melchor Gaspar de Jovellanos creía a finales del siglo XVIII seguían siendo tan peligrosas para la dictadura naciente, impuesta a sangre y fuego, como mediado su transcurso. Por eso posiblemente, de recurrir a una voz quienes habían desplegado sábanas blancas en las ventanas y balcones de sus casas aquella oscura y húmeda tarde del 21 de octubre de 1937, quizá no encontrasen otra más idónea que la de aquellos versos del ilustrado gijonés:
«¿No vendrá el día en que la humana estirpe, / de tanto duelo y lágrimas cansada, / en santa paz, en mutua unión fraterna viva tranquila?/ ¿En que su dulce imperio santifique la tierra, y a él rendidos/ los corazones de uno al otro polo hagan reinar la paz y la justicia?».