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El día que fui Lizzy Bennet

Silvia Cosio por Silvia Cosio
07/05/25
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«Nos convertimos, por un día y sin esperarlo, en heroínas de una novela de Jane Austen, pues no teníamos más ocupación para pasar las horas que pasear, hablar, leer… Y quién sabe si también enamorarnos»

Ejemplar de lobo ibérico. / RTVE (cedida)

El día que se nos fue la luz desperté con un ataque de hipo. Mientras trataba de tranquilizarme y recuperar el ritmo pausado de mi respiración, las notificaciones del WhatsApp del teléfono empezaron a volverse locas, lo que hizo que hipara aún más fuerte. No eran ni las ocho de la mañana, y el día apuntaba ya intenso con su pizca de ridículo por culpa del hipo. Sin embargo, mis cuitas con la respiración se iban a quedar en el último cajón de mis preocupaciones, porque el BOPA confirmaba que el Gobierno del Principado de Asturias, contra el criterio de la ciencia, el sentido común y el sentir de la ciudadanía, acababa de aprobar la matanza de cincuenta y tres ejemplares de lobo ibérico. Lidiando con la rabia y la pena, salté de la cama sabiendo que me esperaba un día complicado, de trabajo intenso, de notas de prensa y de llamadas de teléfono… Hasta que todo paró de repente.

Como la mayoría de la gente, en un principio me quedé descolocada y sin tener la menor idea de lo que estaba pasando. La wifi, caída; mi teléfono, kaputt, y sin luz en casa. Como Sherlock Holmes, fui descartando metódicamente todas las hipótesis probables: no era cosa de mi compañía telefónica, ni de mi ordenador casi sin batería; tampoco era culpa del cuadro eléctrico, pues la luz se había ido en el portal también. «Tiene que ser cosa de todo el barrio», me dije; quizás un apagón en mi manzana, alguna obra en la que se ha cortado el cable que no era… Hasta que dos señoras que se cruzaron justo bajo mi ventana aclararon todas mis dudas, y lo improbable, lo impensable, se hizo realidad: toda España y Portugal se habían quedado sin electricidad. Así que ahí estaba yo, como el resto de mis vecinos, entre incrédula y desconcertada en el ‘Gran Apagón’, aislada del mundo y preocupada por mi hija y mi marido, hasta que varios WhatsApp lograron colarse en mi teléfono casi inerte, y supe que los míos estaban bien. Aliviada y tranquila, con todo el tiempo del mundo en mis manos, sin electricidad, sin posibilidad de poder trabajar, cocinar o ponerme a ver reels de ‘Star Wars’, con el sol brillando en la calle y un montón de libros en la pila de pendientes por leer, de repente me convertí en Lizzy Bennet.

Que las crisis acontezcan en un hermoso, soleado y cálido día de primavera ayuda bastante. En un abrir y cerrar de ojos, las calles de mi barrio se llenaron de gente en una hora en la que solemos estar atados a nuestros trabajos. Pero, liberados de los horarios que impiden conciliar, de las extraescolares con las que llenar las horas que no podemos pasar con nuestros hijos e hijas, sin el respingo del mensaje inoportuno o el mail urgente de última hora, ni otras distracciones, regresamos a lo básico: paseamos, llenamos los parques, nos pusimos a hablar con los demás y leímos sin culpa ni prisa, sin tener que mirar de reojo el móvil o la hora. Nos convertimos, por un día y sin esperarlo, en heroínas de una novela de Jane Austen, pues no teníamos más ocupación para pasar las horas que pasear, hablar, leer… Y quién sabe si también enamorarnos.

Contraviniendo, una vez más, el adagio popular que nos tilda de pícaros y tramposos -y para disgusto de una derecha que no disimuló su decepción-, el comportamiento de la ciudadanía ese lunes sin electricidad fue ejemplar. Tirando de buen humor, generosidad y solidaridad, hicimos ciudad, fuimos comunidad. Desacelerados, volvimos a ser humanos. Y, cuando volvió la electricidad y la wifi, respiramos aliviados. Porque este flashback al siglo XIX pudo ser para la mayoría de nosotros divertido, relajante y extravagante, porque sabíamos que era un acontecimiento extraordinario y pasajero. Pero no olvidemos que no pudieron pensar y sentir lo mismo a quienes todo esto les pilló en un quirófano, en un ascensor, en medio de un túnel o dependiendo de una bombona de oxígeno conectada a la electricidad.

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Porque ser una heroína de Jane Austen por unas horas puede tener su encanto, pero vivir sin electricidad es un auténtico coñazo -no podemos decir lo mismo sobre eso de vivir sin trabajar, pero esto es ya otra historia-. Y es que, en el siglo XIX -que trató de compensar con una moda fabulosa que había sido una época bastante birria para el ser humano-, desde la ropa hasta el papel pintado de las paredes podían matarte, por no entrar en materia sobre las condiciones laborales y sanitarias en las que vivía la mayoría de la población en un mundo en el que la esclavitud era algo habitual y tolerado.

Y, sin embargo, ahí tenemos al Gobierno de coalición asturiano, empeñado en devolvernos a los tiempos y la mentalidad decimonónica en los que la naturaleza y la biodiversidad solo tenían sentido si se ponían al servicio de los seres humanos y del dinero. Lobos, salmones, osos, urogallos y angulas corren peligro de extinción en un paraíso natural de cartón piedra, obediente a los lobbies y a las balas. Porque el día que se nos fue la luz fue el día que el Gobierno asturiano autorizó la matanza de cincuenta y tres ejemplares de lobo ibérico y, con ello, nos llevó al siglo XIX mucho más rápido que el ‘Gran Apagón’.

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