«Son muchos los que echan de menos la animada terraza del Bar Restaurante Mercante: Paloma se enamoró, en una primavera extraña y adolescente, de una italiana de la que nunca más se supo (…)»
Cimavilla se desperezaba como gata de su siesta. Orgullosa por ofrecer otra vez unas grandes fiestas. El martes 20 de septiembre dio el fuego un zarpazo en la cocina del Bar Mercante, pillando por sorpresa al personal que comía fuera de hora como marca la costumbre hostelera. Sofocaron los bomberos con celeridad un incendio que se llevó por delante vigas, cubiertas de madera y 57 años de trabajo llorados por Marisa, una de sus propietarias. Medio mes después del «susto» sin heridos, afortunadamente, sigue El Mercante clausurado, quemado, olvidado. Cuatro vallas de la policía local cierran el paso al brindis haciendo un torniquete en la Cuesta del Cholo. Al parecer el edificio no sufre daños estructurales pero todo sigue congelado en una suerte de foto fija, supongo que la burocracia tendrá que ponerse a dar pasos en cualquier momento. Me imagino un interminable juego de ping pong con dos contrincantes complicados. Una tortuga llamada administración y esa compañía de seguros que pone mil pegas.
En un país que es muy rápido para la sanción y muy lento en la solución. Son muchos los que echan de menos la animada terraza del Bar Restaurante Mercante: Paloma se enamoró, en una primavera extraña y adolescente, de una italiana de la que nunca más se supo, pero sus besos largos, las jarras de sangría y los cigarrillos compartidos, apurados, están prendidos a su memoria. Rubén improvisaba música con latas de cerveza a la puerta del bar hace ya tantos años que duelen, Manolita felicitaba al artista y Celso le ponía vino caliente cuando la noche de febrero hacía temblar los dientes y la escarcha entraba como un cuchillo por los pies. David tomaba churros finísimos en El Mercante, en las tardes de invierno, con su güela Carmina y su madre, Aurina. De rapazón cambió el chocolate y los churros por los culetes de sidra y algunos ginkas fabulosos. Pilar se enamoró en agosto de Cimata cenando chipirones y parrochinas en la Cuesta del Cholo, fijando sus ojos de océano entre la luna y el muelle, imaginando su vida partida por una mitad cántabra y otra asturiana. Todos los viernes, a la salida del trabajo, Javi saludaba al verano en la terraza de las mesas danzarinas con un cañón de cerveza bien fría en una mano y un sandwich vegetal riquísimo en la otra. El mejor sandwich vegetal de Jovellanos City que de vegetal solo tenía la lechuga y el tomate.
Ayer mismo volví a pasar por Artillería con la esperanza de ver el paso libre, sin vallas. Con la esperanza de encontrar señales de recuperación: pintores, albañiles, camareros. Allí solo me topé con otros curiosos como el menda, pude oír de pasada como alguien decía recordar una panera que fue reformada en aquel mismo lugar, otro citaba al pintor Juan Mieres que en sus acuarelas hacía justicia a las perdidas jornadas de estío. Lo último que silbó mis oídos fue el ladrido de un perro pequeño con mirada triste que se cruzó fugaz en mi camino.