
Por Marcelino Llopis Pons
«Al no ejercitar el músculo de la discusión ordenada, perdemos la tolerancia a oír cosas contrarias a nuestras ideas. Y ahora, si alguien dice algo que contradice lo que creemos, nos ofendemos como niños pequeños»
Hubo un tiempo en el que los debates eran gloriosos. Bastaba una mesa con amigos, un par de copas y alguien que soltara una duda estúpida: ¿ese actor sigue vivo o ya está criando malvas? Entonces la conversación se encendía y podía durar horas. Era memoria, lógica y, muchas veces, pura imaginación. Se llamaba charlar.
Hoy, en cambio, todo eso ha muerto. Basta con que alguien pregunte algo para que aparezca el ‘espabilado’ del grupo, saque el móvil, con el mismo estilo con el que en los noventa se desenfundaba el busca del cinturón para hacerse el interesante, y recite la respuesta de San Google como si hubiera descubierto la penicilina. Pues bien, campeón: eso también lo sé hacer yo.
Y con ese gesto se mata cualquier posible debate. Y, al perder la costumbre de debatir, también se pierde la de escuchar argumentos ajenos: para rebatirlos, para reflexionar o -¿por qué no?- hasta para cambiar de parecer.
Al no ejercitar el músculo de la discusión ordenada, perdemos la tolerancia a oír cosas contrarias a nuestras ideas. Y ahora, si alguien dice algo que contradice lo que creemos, nos ofendemos como niños pequeños tapándose los oídos y gritando «lalala».
Y para colmo están los algoritmos, que no nos muestran la realidad, sino solo aquello que refuerza lo que ya pensamos. No buscan informarnos, sino darnos chupitos de dopamina para que sigamos enganchados al móvil como ratas de laboratorio aporreando el botón de la recompensa.
Así se levanta un muro invisible: dejamos de discutir, dejamos de escuchar, y terminamos creyendo que el mundo entero piensa igual que nosotros. Hasta que alguien nos contradice… Y lo odiamos sin ni siquiera pensar si puede estar acertado o no.
Tener acceso a todo el conocimiento humano a golpe de clic es maravilloso. Pero echo de menos el noble arte de discutir tonterías mientras solucionabas todos los problemas de la humanidad en conversaciones que duraban hasta bien entrada la madrugada. Porque equivocarse en grupo siempre fue infinitamente más divertido que tener razón en soledad.