«En el Molinón, por 90 minutos somos todos iguales. El rico y el pobre, el intelectual y el iletrado, el mayor y el joven. Esa cosa atávica de asistir a una misa laica; de ahí lo del ‘Templo'»
Por Juan Arribas, entrenador nacional de balonmano

Hoy empieza la temporada del Sporting. Este año no he visto nada de la pretemporada, ni me he informado de los fichajes, ni me he hecho ilusiones. Todo encaminado a sufrir lo menos posible. Lo que sea, que venga así; de repente, de sopetón, pasa mejor el trago.
Siempre me pregunto por qué personas que aparentamos ser racionales, que intentamos tener un control sobre nuestras emociones, que incluso queremos presumir de tener un gusto por las cosas, somos capaces de dejarnos arrastrar por la masa, cantando como locos, por una espiral de violencia casi ultra o, incluso, revolcarnos en el fango que supone un partido de futbol cuando se pone caliente.
Por educación, y no sé si es una herramienta o una condena, uno se lo pregunta todo, se lo cuestiona todo, se critica a sí mismo todo… Los entendidos ya sabrán a dónde fui al colegio… Allá por la avenida de los Hermanos Felgueroso.
Pero, sin desviarnos del asunto, siempre que me entran todas estas dudas me acuerdo de un paisano de Sheffield. Su recuerdo es recurrente. Hace dos temporadas, con un grupo de amigos, nos dirigimos en febrero a Manchester, a intentar ver un partido del City. Por circunstancias que no vienen al caso acabamos en el estadio del Sheffield United, el Bramall Lane, un campo primo lejano de nuestro Molinón, parecido hasta en el olor de la hierba. Eso sí, de un verde un poco más oscuro.
A nuestro lado estaba sentado un paisano, con esa edad indefinible que tienen los ingleses entre treinta y tantos y cincuenta y tantos, chaqueta fina de cuero para el frío que hacía, vaqueros y unas Gazelle. Te lo imaginabas perfectamente en el desayuno de un hotel de Palma, con el plato hasta arriba de huevos, bacon y beans, luciendo la camiseta de los Blades. Seguro que su vida había transcurrido entre trabajos en fábricas, o un taller de esos de los ‘Peaky Blinders’, y la cola del paro de ‘Full Monty’, precisamente en Sheffield. El caso es que este hombre estaba en paz, viendo el partido; se movía mirando, nervioso, el marcador, o se restregaba las manos en algún córner.
Alguna vez masculló alguna frase que ni entendí, pero se veía que estaba a gusto, con esa cosa que tienen los ingleses de saber cuál es el lugar en la vida que les toca. No es resignación, ni mucho menos sumisión, sino conformidad. En las novelas de Agatha Christie los ingleses siempre están seguros de la clase a la que pertenecen, y nunca se equivocan de localidad, ni de compartimento en un tren, ni intentan colarse. Eso no quita que sean libres para todo aquello que se les ocurra, excepto lo que esté expresamente prohibido. Cuando acabó el partido se levantó, miró al campo como si fuese el mariscal Montgomery entrando en Trípoli y se fue. Le esperaban un par de pintas en el pub que hacía esquina al salir del campo.
¿Qué tiene que ver esto con el futbol? Pues que los ingleses hacen lo que les da la gana, mientras nosotros nos pasamos la vida juzgando y decidiendo lo que cada individuo tiene que hacer y debe de pensar.
En el Molinón, por 90 minutos somos todos iguales. El rico y el pobre, el intelectual y el iletrado, el mayor y el joven. Esa cosa atávica de asistir a una misa laica; de ahí lo del ‘Templo’. Me lo paso bien; no voy a sentirme culpable por cantar, por ir con una camiseta del Sporting, por reclamar penalti, por maldecir al VAR o al defensa del otro equipo que nos fríe a patadas. Me pienso abrazar a un tipo que no conozco de nada si ganamos en el descuento, y quiero estar como el paisano de Sheffield, a gusto, sintiéndome durante hora y media parte de la masa. Sí… ¿Y qué?