«El Paradiso se perderá el día en que los vecinos decidamos comprar en Amazon porque, como todo camino al infierno, es más cómodo y barato»
Lo que antaño fue un almacén de una empresa de tintorería, propiedad de Sapolín, un armenio al que todos llamaban por el nombre del tinte que usaba, terminó por convertirse en el Paradiso de Gijón, uno de los lugares más hechizados de esta ciudad. Este sitio, mitad librería mitad discoteca, dependiendo de lo que uno busque, necesite o encuentre, parece construido con las entrañas de un antiguo navío usado para el noble arte del contrabando y la piratería. Si uno pone la suficiente atención, todavía puede oler el salitre que desprenden las maderas rojas con las que se construyó su fachada, viejas tablas cargadas de cicatrices que cuentan historias. El Paradiso de Gijón no es un lugar donde se despachan libros y discos, sino una embajada del espíritu. En su interior, una balaustrada recuerda al visitante el puente de mando sobre el que el veterano capitán Ahab maldecía a los cielos y entregaba su alma a aquel demonio blanco que todos los que aman la libertad han perseguido en sus sueños.
Las vetustas y cuidadas estanterías de este Paradiso atesoran espíritus dormidos que van despertando toda vez que alguien abre un libro o saca un vinilo de su funda. En ese momento, como decía Borges, el libro deja de ser literal y geométricamente un libro para transformarse en una voz que nos habla desde un espacio-tiempo distinto al nuestro. Así, si uno cierra los ojos, puede escuchar en este Paradiso a Platón dialogar con Jimmy Hendrix, mientras comparten un dulce vino de Lesbos, sobre el tipo de ritmo más conveniente para que un instrumento de cuerda genere en el alma valor, temple y arrojo. El griego, partidario del modo dórico, grave, templado, mayestático y viril, monástico pero que no suena nostálgico ni lánguido y que encaja perfectamente con el blues y el jazz. Hendrix, por el contrario, defensor de un ritmo más acelerado y ágil que, sobre las cuerdas de una Fender Stratocaster, es a la vez tierno, elegante, salvaje y sexual. Y unas estanterías más allá se oye a Homero y a Joyce discutir a voces sobre el destino final de los grandes viajes. El ciego de Esmirna grita que todo nuevo puerto es un nuevo paso hacía una Ítaca donde nos aguarda una Penélope; mientras, el ciego de whisky, entre rebufos y aspavientos, ruge que la existencia de todo hombre es un deambular sin destino por una ciudad fría y húmeda, entretanto que en casa nuestra mujer aguarda a su amante. ¿A Ítaca se va o de Ítaca se huye?, piensa inevitablemente uno cuando escucha a estos dos grandes mentirosos.
En 1667, John Milton escribió El paraíso perdido, el poema épico más bello y brillante escrito jamás en lengua inglesa, que narra la caída de Adan y Eva. Milton, como muchos filósofos, se pregunta por el problema del mal en este mundo y concluye que el mal y el bien son dos caras de la misma moneda: el libre albedrío. La libertad de elección del ser humano es la que construye paraísos o infiernos. Así, el Paradiso de Gijón se perderá el día en que los vecinos decidamos comprar en Amazon porque, como todo camino al infierno, es más cómodo y barato, y además puede hacerse en pijama y tumbado en el sofá.