El Pelayón

Que no ose ningún ser humano -mucho menos uno de fuera- pagar una consumición estando uno o una de Xixón delante, porque lo tomamos como una afrenta personal y una afrenta a la ciudad

Hace unos cuantos años le anuncié a mi hija, con toda la emoción de la que soy capaz -que es mucha, créanme-, que habíamos ahorrado lo suficiente para poder irnos de viaje a Egipto. ¡Pirámides! ¡Templos milenarios! ¡El Nilo! ¡Y quién sabe, quizás nos veamos envueltas en un asesinato que tendremos que resolver como modernas -y bellas- Poirot durante nuestro crucero! No podía yo adornar el viaje con mejores ropajes y adornos, pensé. 

Pues pensé mal porque mi hija me miró decepcionada directamente a los ojos y me dijo que ella donde realmente quería ir era a Marina d’Or, Ciudad de Vacaciones. 

Ha pasado ya un tiempo -mi niña ya no es exactamente una niña- pero las fotos de aquel viaje me devuelven la imagen de una chiquilla sonriente y feliz junto a la Gran Pirámide de Jufu o posando delante de un gigantesco pie de lo que una vez fue una inmensa estatua de ese genio de la mentira y la propaganda que fue Ramsés II. Sin embargo estoy segura de que en un universo paralelo existitirán fotos de mi hija posando igual de feliz y sonriente -su padre y su madre seguro que no- en Marina d’Or rodeada de lo que hoy también consideraríamos unas ruinas. 

Y es que, a pesar de que hace miles de años que los faraones dejaron de existir, sus espíritus se han reencarnado en un nuevo grupo humano, uno casi tan enigmático como el de los antiguos faraones e igual de peligroso: el promotor inmobiliario.

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Y aunque el promotor inmobiliariio se da y prospera en todo tipo de climas, altitudes y continentes, no es menos cierto que en España florecen y brillan con especial intensidad, animados por todo tipo de munícipes y administraciones varias con tanta alergia a la regulación rigurosa del suelo público como generosidad para administrar el dinero de todos y ambición a la hora de planificar qué y cómo y dónde lavantar y constuir cosas de hormigón, acero o ladrillo en sus ciudades, pueblos y demás lugares donde sea posible colocar una hormigonera y una grúa.

Y ambición ramsésica no les falta a ninguno de ellos -promotores inmobiliarios y munícipes por antonomasia-, pues les encanta soñar y construir a lo grande. ¿Ha dicho la señora “una Ciudad de Vacaciones en pleno Levante con su playa caribeña”? ¡Adjudicado! ¿Quiere el caballero un Palacio del Tenis en la Cuenca Minera? ¿Por qué no? ¡Será por perres de las Europas! ¿Y la niña y el niño, qué es lo que quieren? ¡Vamos, no se corten, chiquillos, que estamos que lo tiramos! Ya vendrán luego las burbujas a estallar y las grandes obras a medio terminar o abandonadas como el trozo de una columma caída en el Templo de Karnak y la Sareb y los rescates y los ya lo decía yo y la ciudad echa unos zorros con mostrencos que nadie nadie nadie quiere asumir como parte de su legado político y nadie nadie nadie quiere tampoco asumir como parte de lo que permitió hacer a sus munícipes por antonomasia.

Que Xixón es una ciudad “grandona” nadie lo puede negar. Que no ose ningún ser humano -mucho menos uno de fuera- pagar una consumición estando uno o una de Xixón delante, porque lo tomamos como una afrenta personal y una afrenta a la ciudad. Y es por eso que tendremos toda la vida un Molinón con independencia de la categoría en la que juegue el Sporting y los corazones que rompa a sus sufridores aficionados. Hay que querernos como somos porque de verdad que por lo general somos bastante buena gente y tenemos un envidiable sentido del humor. ¿Que te viene un Chillida, unos años noventa y un alcalde que nos quiere poner en el mapa?  Pues nosotros llevamos treinta años llamando a una escultura que se ha convertido en un emblema de la ciudad y que hace que se nos reconozca al instante “El cagadero de King Kong” porque nos gusta reírnos de nosotros mismos, incluso de las cosas de las que estamos orgullosos, porque reírse de uno mismo es una cosa sanísima que te deja el cutis divino.

Pero ojo ahí cuidado con pasarse de frenada. Porque a veces se empieza con el jiji y el jaja y luego se te atraganta la risa y lo que en un principio parecía una broma cojonuda resulta que no tiene ni la menor gracia. Que los espacios públicos a veces los carga el diablo y nos ponemos grandones y en plan cachondo y acabamos con un pufo de siete millones de euros cuando tenemos los servicios públicos y la desigualdad en esta ciudad hecha unos zorros pero un paisaje natural y una costa que, como las damas elegantes, no necesita  de perifollos y adornos para lucir su belleza.

Que de las buenas ideas en la teoría a lo grotesco y ridículo en la práctica hay veces que solo los separa una línea muy tenue que además una vez que se cruza no se puede descruzar. Porque si algo nos ha enseñado Marina d’Or es que los sueños faraónicos en pleno siglo XXI devienen en ruinas y deudas y arrepentimiento y lavado de manos. Porque lo de Karnak y Abu Simbel no es que sea bello porque sea ruinoso, sino que no es ruinoso porque siempre fue bello. Que no es lo mismo.