De pronto he sentido nostalgia del rastro de Gijón, así que habrá que volver cualquier día, a cazar fotos, porque el rastro siempre le ha regalado a uno un sentido absurdo de nosotros mismos.
Alguien dijo en algún elucidario aquello de que Madrid era moro, lo que venía a ser como una condición natural del progresismo de Madrid. Madrid es moro porque congrega siempre multitudes y no porque vote socialista. Este fin de semana Madrid era un revoltijo de copas y un trajín de gente que me hizo sentir por un momento extranjero de mí mismo, un extranjero epocal, como de otro tiempo perdido, en el que el gentío caminaba como un río perdido, desbordando calles y plazas, sin distancia social, sin mascarillas. No hay manera de ordenar sus miradas, de alcanzar un sentido ordenado si no decide uno evadirse y vivir el Madrid noctivago y clandestino.
Porque el lema de Madrid este fin de semana ha sido todo un eslogan que sirva para justificar cualquier cosa hasta el año que viene: se cierra a las once, se sale a las doce. Se lo escucho decir a unos chavales mientras camino por Tirso de Molina. Y efectivamente, la muchachada ha salido a la calle a la medianoche y a las 11 de la mañana seguía por la plaza de Cascorro celebrando la otra gran multitud: el rastro. Y lo mismo me sirve para Madrid que para cualquier otra ciudad, Gijón, un suponer. Porque el rastro es universal y es también la celebración de las multitudes. El rastro es el último vestigio moro de Madrid. Los españoles necesitamos la multitud, una multitud anarca y ordenada, por la que se cuela siempre un viejo calavera, sacado de un cuadro de Velázquez, que nos recuerda que este país se reparte entre locos, pobres y señoritos. Esto lo ha entendido muy bien Isabel Díaz Ayuso, y no lo ha visto Gabilondo o no lo ha querido ver. La izquierda en Madrid pierde elecciones porque no se entiende ella misma. Y la clase obrera pasa de sus tabúes.
El rastro de Madrid ya se ha homologado al de las periferias. La covid y la modernidad se han llevado por delante a los viejos chamarileros que trajinaban con sus antigüedades. Lejos quedan los objetos insólitos y aquellos otros cotidianos por los que había pasado el siglo de mano en mano, de casa en casa, de mueblé en mueblé hasta llegar a una esquina del rastro. Se ha quedado la plaza de Cascorro abanderada con camisetas, bragas, calcetines y alguna estampita moderna. Pero sigue intacta esa introversión del español reunido en el rastro a celebrar una militancia humilde y callejera: la de saberse multitud.
El Rastro nos ofrece una interpretación del capitalismo rebajada a objeto pop y cotidiano. De pronto he sentido nostalgia del rastro de Gijón, así que habrá que volver cualquier día a cazar fotos, porque el rastro siempre le ha regalado a uno un sentido absurdo de nosotros mismos. En el rastro de Gijón he comprendido yo que se conserva el revés de la gran marca, como un emblema de nuestra vida cotidiana que se afana en buscar marcas verdaderas, lujos reales y falsos ornatos que pierden su precio en cuanto se pagan. Un chaval se toma la última en el Parnaso, porque en el rastro se verifica que el único valor que no cambia, el que siempre se mantiene intacto hasta nueva orden es el de la multitud. Por eso no importa que cierren los bares a las once. Todo el mundo sabe ya que se sale a las doce.