La modernidad viajaba en las transiciones de aquel equipo rojiblanco que volaba sorprendiendo a un país de puros malolientes y coñacs baratos
Algunos documentos fechados en la Baja Edad Media nos cuentan las cuitas cotidianas en una división administrativa de la Corona de Castilla conocida como Las Asturias de Santillana. Con unas fronteras bien delimitadas entre las cuencas de los ríos Deva y Miera. Apellido este último que pasaría a la historia del balompié asturiano, un tipo ilustre para las aficiones del Sporting y del Oviedo. Vicente Miera Campos nació en Nueva Montaña (Santander) en 1940 y tuvo a gala demostrar lo que en el fútbol de antaño se conocía como señorío, alejándose de la definición más feudal del término, emparentándolo con la honestidad que se les supone a todos aquellos que desarrollan cualquier práctica deportiva.
Jugó Miera de lateral en el Rayo Cantabria, Racing de Santander y Real Madrid, club con el que ganaría una copa, siete ligas y la Copa de Europa de 1966 antes de recalar en el Sporting de Gijón (69-70 y 70-71). El año 1973 sería el de su debut como míster en el Unión Popular de Langreo, después llegarían Real Oviedo y Sporting. Con los azules ascendió a primera en dos ocasiones, con el Sporting perdería a Churruca (traspasado al Athletic de Bilbao por 50 millones, dinero que sirvió para construir Mareo) y conseguiría un ascenso en su primera temporada en el club. También perdería a Quini en 1980, el Brujo fichó por el Barça a los 31 años dejando 80 millones de pesetas en las arcas gijonesas.
Vivió dos etapas con azules y rojiblancos, dirigió al Oviedo del 74 al 76 y del 87 al 89 y en el Sporting fue dueño y señor del banquillo entre el 76 y el 79. Regresó en el 80 hasta que llegó la destitución en el año del Mundial 82. Creció el equipo de Miera imparable partiendo desde la Segunda división, ganando al Torino por 3-0 en la UEFA con un inolvidable gol de Ferrero desde el córner. Siendo campeón de invierno y subcampeón de la liga 78-79. Una competición sospechosamente preparada para el Real Madrid. Con sonrojantes arbitrajes como el de Borrás del Barrio en el Bernabéu, bajo la atenta mirada y la aquiescencia de José Plaza (presidente del Colegio Nacional de Árbitros y merengue confeso).
El Sporting de Miera parecía un conjunto holandés o alemán por su ritmo endiabladamente vistoso en un fútbol de tranco lento. La modernidad viajaba en las transiciones de aquel equipo rojiblanco que volaba sorprendiendo a un país de puros malolientes y coñacs baratos. Se conjugaban a la perfección técnica y rapidez en sus mejores piezas: Mesa, Joaquín, Maceda, Cundi, Morán, Ferrero, Quini… Equipazo y gran entrenador. Rígido y perseverante, serio y disciplinado. El de la pretemporada en Cervera de Pisuerga y las concentraciones de viernes a lunes en Mareo cuando se jugaba en casa. El de las dos sesiones de entrenamiento, el que apostó por Joaquín sin hacer caso a la grada, el que se quedó con las ganas de fichar al austriaco Prohaska. El que llevó al Sporting a una final de copa en 1981 contra el Barça de Quini. Sufriendo el despido seis semanas antes de la segunda final copera con triunfo madridista por 2-1 en un congelado José Zorrilla y con Novoa en el banquillo.
Tuvo buen ojo la Federación Española con Miera que llegó a formar un binomio espectacular con Miguel Muñoz en la selección. De haber tenido una pizca de suerte en el cruce frente a los belgas en México 86 la semifinal ante Argentina dejaría muchas dudas en las cabezas de unos cuantos analistas de fútbol ficción. Entrenó al Atlético de Madrid y Tenerife, ganó el oro olímpico en Barcelona 92, fue seleccionador absoluto y seguiría más tarde paseando su flema británica por los banquillos del Racing, Español y Sevilla. Vicente Miera Campos, uno de los mejores entrenadores del fútbol español, otro cántabro con corazón rojiblanco, como Quique Setién o el carismático Manolo Preciado.