Felipe es mucho más que el mejor sumiller de Asturias: cata a ciegas que va, cata que gana. Felipe es un simposarca, aquel griego que organizaba un encuentro de ciudadanos en torno al vino para sellar los lazos de la convivencia
Un filósofo español afirmaba que la verdadera justicia social no es la que pone un iPad en las manos del hijo de un obrero, sino El Quijote. Igual justicia es la que practica quien sirve un Grand Cru en una sidrería de barrio. El término Grand Cru se usa para los vinos excepcionales nacidos de las mejores tierras y de la genialidad del hombre; obras de arte que evocan el terruño del que proceden y la pasión de un viticultor. Fue el propio emperador Napoleón III quién, con motivo de la Exposición Universal de París del año 1855, creó este sistema de clasificación para seleccionar los mejores burdeos que se mostrarían al mundo.
Según cuenta Plinio el Viejo, fueron las legiones romanas comandadas por Julio César quienes plantaron las primeras vides en esta región que, más tarde, sería bautizada en francés como au bord de l’eau («a lo largo de las aguas») en referencia a las fértiles tierras del estuario navegable del Gironda. Sus vinos puede que sean los que más prestigio han acumulado a lo largo de la historia. Son complejos y heterogéneos debido a la gran diversidad de zonas y variedades; con una inabarcable riqueza aromática que fluye desde la violeta y la cereza al café y el regaliz.
Según cuenta Jovellanos, el barrio gijonés de El Llano tiene su origen en un «camino carbonero» que unía la cuenca minera del Nalón con el puerto de Gijón. El asentamiento de industria, en la primera mitad del siglo pasado, atrajo a un enorme contingente de población inmigrante e hizo que la zona creciese rápida y desordenadamente hasta convertirse en el vecindario más poblado y denso del concejo. Sus calles aún conservan ese pasado obrero: Electra es reminiscencia de la central térmica que servía electricidad a otras partes de la ciudad, mientras las casas de sus trabajadores se alumbraban con lámparas de petróleo. Sus gentes aún recuerdan el chabolismo en la ladera de Los Pericones y en La Cábila, una ciudadela marginal de casas bajas, suelos de tierra y tendejones, a pocos metros del centro, mancha en el orgullo de esta ciudad.
Y según me da a mí por contar, Felipe Ferreiro es el puente que une los châteaux de Burdeos con el paisanaje de El Llano. Felipe es hijo de la inmigración de este país. Nació en Alemania y, cuando tenía cinco añitos, su familia volvió a empaquetar la vida para abrir la Sidrería Rías Bajas en una calle de El Llano que toma su nombre de un vecino que emigró a Cuba para cantar la historia de la más hermosa, elegante y emancipada de las prostitutas de La Habana. Felipe es mucho más que el mejor sumiller de Asturias: cata a ciegas que va, cata que gana. Felipe es un simposarca, aquel griego que organizaba un encuentro de ciudadanos en torno al vino para sellar los lazos de la convivencia.
Cuando visité su casa por primera vez no tenía la menor idea de qué me esperaba. El local bien podría servir para rodar una película ambientada en los ochenta: un larga barra de aluminio que parece no tener fin, techos bajos alumbrados por tubos de luz, mesas de madera maciza barnizada. Todo cumple las expectativas de la típica sidrería de barrio hasta que uno detiene la vista en la cava de vinos. Entonces, surge lo que los antiguos griegos llamaban thauma, el asombro que embarga a quien comprende la excepcionalidad de una realidad y que nos embarca en la aventura del conocimiento. Uno queda absorto ante lo inaudito y se comporta como un actor que, en mitad de la representación, queda estupefacto y comienza a preguntase qué es el lugar en el que se encuentra y cómo ha llegado hasta ahí. No es que no se pueda encontrar otro lugar donde tomar esos vinos más baratos, es que no existe otro lugar donde tomar esos vinos.
Ese día Felipe me sirvió un vino griego producido con moschofilero, una uva de piel delicada y profundamente aromática. Mientras yo cataba, Felipe me hablaba entusiasmado del Peloponeso, de la calidez del céfiro, de los viticultores de Creta, de la maduración tardía de la fruta, de las fragancias de pétalos de rosa y violeta, de los primeros trirremes que exploraron el mediterráneo, de Zorba bailando descalzo en una playa, del azul turquesa de las aguas, de mujeres cuya belleza es un casus belli, de ánforas que, además de contener vino, cuentan historias de largos ecos en rojo y negro.
Felipe dice que sus vinos deben catarse mientras se escuchan historias porque cuando disfrutas de verdad es cuando te entra la sed de conocimiento, cuando el placer te cala tan hondo de las entrañas que necesitas saber cómo es la tierra, cómo son las gentes que lo parieron. Con Felipe, bebes pensando en todas las personas que cuidaron y recogieron ese vino, en cómo fue aquel año, en el sol y en la lluvia, en las heladas del invierno y en la aridez del verano.
Como los artistas del Renacimiento, Felipe encuentra sentido a la existencia cuando consigue emocionarnos con el vino que nos sirve tan profundamente que el sentimiento estético se apodera de nosotros; cuando su arte consigue que la belleza nos impacte y deje su huella ya no en el paladar sino en el alma. Si el objetivo fundamental de todo arte es suscitar emociones, comunicarlas y compartirlas, Felipe lo logra en cada servicio porque sabe, como nadie, entablar una relación de confianza basada en el goce.
Felipe no tiene apego a sus botellas. Sabe que no se debe esperar un día especial para abrir una gran botella. Justo lo contrario: se debe descorchar en un día ordinario para transformarlo en extraordinario. Pero, además, se debe beber con otros. Felipe me cuenta que entre las gentes del vino existe una ética de la generosidad y la reciprocidad que se rige bajo el imperativo de «devolver lo que uno ha recibido». Me confiesa que los mejores caldos los probó porque sus propietarios los compartieron. La etimología de la palabra compartir, «partir juntos» contiene cierta belleza y está asociada a la de compañero, «los que comparten el mismo pan». No tenemos en nuestro idioma una palabra para referirnos a compartir el vino. Yo propongo combeber y, para el que, como Felipe, divide y distribuye su vino a los demás, conviniero.
La conversación con Felipe se alarga sin que me percate del paso del tiempo y, cuando estamos a punto de despedirnos, no puedo resistir la tentación de dispararle a bocajarro una pregunta: ¿Qué vino le servirías a alguien que espera en el corredor de la muerte? Felipe se queda absorto en su pensamiento durante unos instantes, sonríe de repente y me devuelve una respuesta que me deja atónito: «Tiene que ser un vino infinito que, como la vida, no se te va de la boca. Tiene que ser un vino trascendente, un vino con esencia, un grand tokaji, un grand cru o gran vino de jerez. Tiene que ser un vino que persista». Fue Heidegger quien dijo que desde que uno nace ya es lo suficientemente viejo para morir ya que la muerte está presente en todos y cada uno de los momentos de nuestras existencias. En el fondo, todos estamos esperando en ese corredor; todos tenemos sed de trascendencia. Por eso, antes de que ella apague la vela, miro a Felipe y, con humildad, le ruego que me sirva una última copa.
¡Buenos días compañero de la tiza!
Será porque soy una gran «viticonsumidora»,no sé si existe la palabreja, pero el escrito de hoy es superior…en mi humilde opinión.
Abracisimos.
Doy fe de todo lo que dice el compañero Infante. El sitio no tiene nada que ver,con el placer posterior de la toma de un vino. Además de contar con la humanidad de Felipe a la hora de entablar conversación con un desconocido como yo y regalarme una clase magistral gratuita sobre cierto vino de Alicante.