«El problema es que tal vez ese entregarse a la épica y el orgullo enmascare un tanto —ha pasado siempre— la parte de negligencia y mafia y prosaísmo delincuencial que tiene pinta de que hay detrás de este accidente que nunca debería haber estado cerca de producirse»
Cuando se guarda un minuto de silencio en El Molinón y veinte o treinta mil gargantas callan, mientras suena por megafonía la hermosísima ‘Marcha d’Antón el neñu’, a uno se le pone la piel de gallina incluso aunque no conociera al muerto; incluso aunque le pareciera un indeseable. El que suscribe fue socio del Sporting varios años, y lo vivió varias veces. Ahora ya no lo es, así que no estaba el sábado para vivir el homenaje a los cinco mineros de la tragedia de Villablino. Esta vez el acompañamiento musical no era la quejumbrosa gaita de la ‘Marcha d’Antón el neñu’, sino el Coro Minero de Turón. Dieciocho hombres provectos, enfundados en un mono azul, con el casco minero puesto, cantando el ‘Santa Bárbara bendita’,con la letra adaptada para la ocasión: «En la mina de Zarréu / murieron cinco mineros».
Tuvo que ser impresionante, porque la épica minera siempre lo es. No hay profesión alguna que tenga algo parecido; esa resonancia homérica y esa cultura propia. Desde luego, no la hay en el hoy predominante sector servicios. No se le hacen himnos a los camareros, ni a las sufridas telefonistas de los ‘call centers’. Por eso la muerte de los cinco de Zarréu nos ha conmocionado, entristecido, horrorizado, como es obvio; pero también hemos gestionado con una inconfesable satisfacción la posibilidad de recuperar de pronto unas liturgias que creíamos terminadas para siempre, en esta Asturias y este León desminerizados. Se ha visto en Internet, en las redes: todos esos recobrados ‘respigos’,solemnidades y grandilocuencias de la vieja sociedad minera y sus accidentes; esos memes con candiles y cascos encendidos en la oscuridad; toda esa poesía y esa refranística del heroísmo minero, el trabajo más duro y su tributo de sangre, entrelazadas en una especie de jactancia étnica ante la acongojada mirada del resto de España. Aquí somos de otra pasta; aquí nos sumergimos en las entrañas de la tierra a arrebatarle, Prometeos espeleólogos, el fuego a las deidades del inframundo.
Hasta ahora recuperábamos algo del ‘respigu’ solo en momentos como la muerte de Aníbal Vázquez, el querido y añorado alcalde de Mieres, o la de Anita Sirgo, heroína de la ‘Güelgona’, cuando sonaba el ‘turullu’en una plaza repleta y callada. Era un ‘turullu’extemporáneo, sonando fuera de su tiempo, a modo de epílogo de una era marchada, tras el postrer capítulo del gran libro que fue la Marcha Negra de 2012, cuando aquella columna de mineros entró con las bombillas del casco encendidas en Madrid, de noche, cantando ‘respigosamente’ el ‘Santa Bárbara’. Ya no había minas, ni explosiones de grisú que se llevaran por delante a «catorce hombres como robles», como titulara ‘La Nueva España’, en 1995,una semblanza de las víctimas de Nicolasa. Muchos se han enterado de que sigue habiendo minas abiertas en Asturias a raíz del accidente de Zarréu. Este columnista hijo de minero lo confiesa: no lo sabía. Y de pronto se ha tenido esa sensación de una última ocasión —esperemos que sea la última— para desempolvar aquellos rituales, aquella épica funeraria, y lo hemos hecho, sí, con lo que hay que llamar placer, aunque sea un placer culpable. Un poco como esos sexagenarios excamaradas de una célula comunista que, en ‘La sombra de lo que fuimos’, el libro de Luis Sepúlveda, se reúnen treinta y cinco años después de la última vez para acometer una última acción revolucionaria. El último ‘respigu’.
El problema es que tal vez ese entregarse a la épica y el orgullo enmascare un tanto —ha pasado siempre— la parte de negligencia y mafia y prosaísmo delincuencial que tiene pinta de que hay detrás de este accidente que nunca debería haber estado cerca de producirse. Es verdad que, entre todo lo que se recupera, también hay esas coplillas sobre el capitalista que se lucra a costa del obrero que se arriesga; el patrón que con sus sortijas, sombrero, gravedad y aburrido gesto mira impaciente el reloj, al lado del chófer con la gorra de plato que se siente desplazado, mientras se saca del pozo a los hombres que no volvieron. Pero no deja de vestirse con la funda de la epopeya lo que en realidad es todo lo contrario: no una tragedia hazañosa, sino una desgracia chabacana, merecedora, no de un luto orgulloso, sino de un duelo avergonzado; no un asunto de Prometeo, sino de Jesús Gil; no un acontecimiento del género épico, sino del picaresco, aunque incluya muertes, porque la picaresca no siempre es cómica (Jesús Gil no hacía ni puta gracia, aunque la hiciera), y a veces mata.
