«Siento una pequeña punzada de pena en el corazón al ver cómo vamos desplazando de la oferta culinaria en Xixón la fabada y los platos tradicionales para sustituirlos por inventos ridículos como el cachopo o franquicias de hamburguesas y ramen difícilmente diferenciables entre sí»
Odio la fabada. Ya podéis quitarme el carnet de buena asturiana si queréis pero es que es superior a mis fuerzas. Lo mío con la fabada es igual que lo de Mafalda con la sopa. Era ver por la noche en la cocina a mi madre poner les fabes a remojo y llenárseme los ojitos de lágrimas. Pero, al contrario que Mafalda, yo no tenía una réplica ingeniosa a la hora de comer, sino muchos mohínes, gestos de asco, quejas e intentos de protesta pasiva mientras miraba desafiante a mi madre en una batalla de paciencia entre ambas en la que solía ganar yo, más que nada porque de aquella teníamos turno partido en las escuelas y había que levantarse de la mesa para ir a clase, te hubieras terminado o no el plato. Es verdad que de pequeña yo era eso que los americanos llaman “peaky eater” y aquí lo despachamos con ser una “repunante pa comer”. La lista de alimentos que me daban repelús o detestaba se salía de todos los gráficos, pero con el tiempo aprendí a adquirir buenos hábitos y gustos en el comer -principalmente porque mi madre es una gran cocinera y nunca perdió la esperanza de que llegara a disfrutar de la comida-, pero lo de la fabada no lo he podido superar. Por eso siempre he temido salir a comer con mis amigos de fuera de Asturies, porque sé que lo que quieren pedir es una buena fabada y, aunque yo me pida otra cosa, me da mucha pereza tener que dar explicaciones mientras me lanzan miradas de sorpresa e incredulidad porque deben de pensar que que te guste la fabada va en el ADN de todo asturiano. Pues por lo que sea en el mío en esa parte se quedó un hueco enorme, qué le voy a hacer. Por un tiempo pensé que hacerme vegetariana me había librado para siempre de este plato hasta que un día me llevaron a comer a un vegano que había replicado -para alegría gastronómica de mis acompañantes y drama interno para mí- en textura, sabor y olor, la fabada tradicional. Ya está, lo acepto, pensé, no puedo huir de ella, me rindo.
Espero que me perdonéis este arranque de sinceridad, esta salida del armario con respecto a un plato que es indudablemente un símbolo de la gastronomía asturiana, pero es que esto de los gustos en el comer es un poco como el amor, son impredecibles e incontrolables, solo puedes rendirte a ellos. Y sin embargo, y a pesar de todos los malos momentos que me hizo pasar de pequeña, siento una pequeña punzada de pena en el corazón al ver cómo vamos desplazando de la oferta culinaria en Xixón la fabada y los platos tradicionales para sustituirlos por inventos ridículos como el cachopo o franquicias de hamburguesas y ramen difícilmente diferenciables entre sí. La gastronomía de un lugar, como su lengua, es testimonio de su historia, de su alma. A través de ella podemos trazar el impacto de la llegada a América, las divisiones entre las clases sociales, entre el mundo rural y el urbano, la distribución del tiempo y los roles de género, la llegada de la Revolución industrial, la globalización… Los platos tradicionales nos narran lo que hemos sido y cómo hemos llegado a ello. Llenar nuestros estómagos suele ser mucho más que alimentarnos, es también una forma de cuidar y cuidarse y de relacionarnos con Asturies.
Recuerdo todavía la alegría con la que recibimos los neños y les neñes de Xixón la llegada de la primera hamburguesería a lo americano. Xixón en los ochenta era una ciudad que no se parecía en nada a lo que veíamos en las películas, sobre todo en las cosas del comer. La comida china, el sushi, las hamburguesas con patatas fritas finas, los batidos, las pizzerías… marcianadas que se nos antojaban tan deliciosas como mágicas y lejanas. Y de repente Xixón pasó de ser una ciudad de sidrerías, merenderos, menús del día y algún restaurante de postín, a ser una ciudad con una amplia oferta gastronómica dando así fe del cambio que estaba experimentando, de su apertura al mundo, de la llegada de personas migrantes, de la modernidad, de la diversidad y una cierta prosperidad. Luego llegaron las cadenas de fast food, el sushi, los kebabs, los mexicanos… Todo esto convivía con la oferta de comida más tradicional, las sidrerías y los restaurantes que te ponían el perolo lleno hasta arriba de fabada, de pote asturiano, para que te llenases el plato las veces que quisieras hasta reventar. Una coexistencia tranquila y enriquecedora gracias a la cual un día podías llevar a la peque a comer un Happy Meal y al otro a un merendero de raciones desbordantes de calamares a la romana, pollo al ajillo o bonito guisado.
Ahora bien, creo que no es descabellado pensar que, por muy deliciosas y especiales que sean estas variedades culinarias -que lo son, como casi todas las muestras gastronómicas del mundo si exceptuamos a las de los pobres británicos y alemanes-, lo que nos distingue a los asturianos en un mundo cada vez más clonado y franquiciado es nuestra gastronomía tradicional, ni mejor ni peor que el resto, pero sí distinta y testigo de una forma de relacionarnos con el mundo y la gente que merece la pena proteger y conservar. Una necesidad que no es solamente antropológica o sentimental, también lo es desde el punto de vista más pragmático, especialmente en una ciudad que lo ha apostado todo por el turismo al tiempo que se ha lanzado cuesta abajo hacia la uniformidad y la falta de identidad, franquiciando su imagen y su oferta gastronómica, mientras arrincona aquello que precisamente la ha hecho destacar y ser apreciada. En un mundo de hamburguesas smash y ramen sobrepreciados, precocinados y calentados al microondas, echamos de menos el humo de los perolos rebosantes de fabada. Y para aquellos que, como yo, están a un tris de que les quiten el carnet de asturianía, siempre nos quedará el pote asturiano, les verdines o les fabes con almejes.