Pese a la polémica por los cánticos pro fascistas entonados frente a la pieza, que decora la fachada del Colegio de la Inmaculada, muy pocos gijoneses saben qué es lo que realmente simboliza, ni qué ocurrió allí para justificar su presencia
La historia la escriben los vencedores. Desde que el más primitivo de los homo sapiens redujo a golpes a su primer oponente, dando inicio así a la larguísima y sangrienta crónica de los conflictos entre personas, el control del relato y, por extensión, el poder de adaptarlo a sus intereses ha estado indefectiblemente en manos de aquellos que se han impuesto en el campo de batalla. Y, aunque el tiempo y el cada vez más fácil acceso a información objetiva aporten perspectiva, la narración de los ganadores sigue siendo, las más de las veces, la que con más fuerza cala en las mentes de los ciudadanos de a pie. ¿Es eso, tal vez, lo que está sucediendo en Gijón con el monumento ‘Héroes del Simancas’, que decora la fachada del Colegio de la Inmaculada? Mucho antes de que la última polémica en torno al mismo estallase el pasado 28 junio, después de que un grupo de personas fuese captado entonando frente a él el ‘Cara al sol’ al tiempo que realizaba el ‘saludo romano’, la pieza tallada en 1958 por el trubieco Manuel Álvare-Laviada ya había sido objeto de debate por su supuesta conexión con el régimen franquista. Y, sin embargo, son muchos, muchísimos, los gijoneses que se han sumado al tira y afloja, de uno u otro lado, sin conocer lo que la escultura simboliza, ni lo que verdaderamente aconteció allí en los trágicos años de la Guerra Civil.
Para clarificar el asunto es preciso echar la mirada atrás; concretamente, al 17 de julio de 1936, día del estallido de la contienda. Por aquel entonces lo que hoy es el Colegio de la Inmaculada, y que ya lo había sido desde su fundación por los jesuitas en 1890 hasta su incautación por el Gobierno de la Segunda República en 1932, servía de acuartelamiento al 40º Regimiento de Infantería de Montaña ‘Simancas’, una unidad veterana que, junto con el 8º Batallón de Ingenieros acantonado en El Coto, constituía la única guarnición del Ejército de Tierra en la ciudad. Dos días después del alzamiento, el 19 de julio, los mandos de la unidad, encabezados por el coronel Antonio Pinilla Barceló, instaron a la tropa a sublevarse contra la República, como ya ocurriese exitosamente en Oviedo. Sin embargo, a diferencia del masivo apoyo obtenido en la capital asturiana, en Gijón sólo seiscientos oficiales, suboficiales y soldados del ‘Simancas’ respondieron a esa llamada. Insuficientes para tomar el control de la urbe, los rebeldes optaron por permanecer en el cuartel, hacerse fuertes tras sus muros y resistir hasta la llegada de refuerzos. Poco después, la toma de El Coto por las milicias obreras y por los remanentes del regimiento aún leales a la República dejó aislado al ‘Simancas’, reforzado, eso sí, por los de Ingenieros supervivientes.
El que ha pasado a la historia como ‘asedio del cuartel del Simancas’ fue un combate durísimo, con reminiscencias de los sitios a fortificaciones ocurridos en siglos anteriores, luchando metro a metro y, a menudo, sin más opción que el cuerpo a cuerpo. Equipados sólo con armas ligeras, como pistolas, fusiles y ametralladoras, los defensores no tardaron en verse abrumados por la potencia de fuego de las milicias, pronto equipadas con artillería y, en los últimos compases de la batalla, apoyadas desde el aire por la aviación republicana. Eso sí, los alzados tampoco estuvieron completamente solos; a instancias del general Emilio Mola, uno de los artífices del golpe de Estado y comandante en jefe de las fuerzas rebeldes en el norte, una fuerza naval que incluyó alternativamente al acorazado ‘España’, al crucero ligero ‘Almirante Cervera’ y al destructor ‘Velasco’ se posicionó en aguas de Gijón y comenzó a brindar fuego de apoyo a los defensores. Sin embargo, fue un esfuerzo inútil. El 21 de agosto, con sus muros derruidos, sus defensas inhabilitadas, sin casi munición en sus polvorines y con un número espantoso de bajas por ambos lados, el acuartelamiento del ‘Simancas’ caía, al fin, en manos de los leales. Lo hacía, eso sí, marcado por un detalle a menudo curioso: hasta el 15 de agosto la enseña que ondeó en lo alto del antiguo colegio fue la tricolor republicana, la misma que enarbolaban los asaltantes. Un matiz dramático más para esa debacle fratricida que fue la Guerra Civil.
De inmediato, los sublevados encontraron en lo sucedido en Gijón un filón propagandístico, un recurso sumamente útil para ensalzar el heroico valor y las cualidades castrenses de aquellos que, ahora sí, luchaban bajo la enseña amarilla y roja. Ese potencial fue especialmente explotado a partir del 21 de septiembre de 1936, momento en que Francisco Franco acaparó el mando absoluto de la facción rebelde; tanto fue así que en 1939 el dictador concedió al lugar en su conjunto la Cruz Laureada de San Fernando, la más alta condecoración que el país otorga. Y, como ocurriese con los asedios del Cuartel de la Montaña, en Madrid, y del Alcázar de Toledo, su utilidad, elevada a la categoría de mito, se extendió mucho más allá del fin de las hostilidades. Así, en 1958, con el antiguo acuartelamiento reconstruido, desmilitarizado y de nuevo en activo como centro educativo, el escultor Manuel Álvarez-Laviada y Alzueta recibió del Régimen el encargo de tallar una pieza que homenajease a los defensores del ‘Simancas’. Pese a ser nacido en Trubia, su conexión con Gijón no empezaba ahí; en años previos ya había sido autor de los busto de Cifuentes Suárez, Alexander Fleming y Evaristo Valle, además de haber tallado algunas de las esculturas que decoran la Universidad Laboral. El resultado, el mismo que todavía pervive en el recinto, se inauguró ese 28 de julio; muestra a dos ángeles flanqueando una gran cruz, apostados, desafiantes y listos para la liza, sobre el nombre del regimiento.
A la vista de los datos anteriores, de la cronología histórica y de los hechos objetivos… ¿Puede considerarse el ‘Héroes del Simancas’ un elogio deliberado al franquismo, incluso un ejemplo de exaltación fascista, o se trata del elogio a una hazaña bélica reinterpretada a conveniencia de unos pocos? La respuesta está lejos de ser sencilla. «Todos los Gobiernos y Estados intentan, a través de sus gestas militares, glorificar su pasado, su forma de ser, sus valores… Puede ser algo más o menos descarado, pero el franquismo también lo hizo, y este monumento es un ejemplo», reflexiona el historiador Pablo Alcántara. Ahora bien, en esa explicación hay matices, y ni pocos, ni menores. A fin de cuentas, «los monumentos tienen un significado determinado en una época concreta, pero luego, con el paso del tiempo, eso cambia, como también cambian las sociedades. No son algo estático, así que sí, para el franquismo lo del ‘Simancas’ fue una heroicidad que publicitar, pero ahora se mira con otros ojos». Y todo ello, por supuesto, aderezado con un detalle fundamental: la escasez, por comparación, de piezas que homenajeen a los derrotados, algo lógico a tenor del carácter civil de la guerra, y del modelo dictatorial y represor del Gobierno que salió de ella. «Ahora empieza a haber monumentos republicanos, como los del Mazucu, pero siguen siendo pocos, y siempre a instancias de asociaciones privadas, no de las Administraciones. Es una descompensación que se tardará en equilibrar«, amplía Alcántara.
Llegados a este punto, es imprescindible hacerse una pregunta más… Mientras se intenta subsanar ese desajuste, ¿una posible solución para zanjar las polémicas podría ser la retirada de monumentos como el que exhibe el Colegio de la Inmaculada? Tampoco aquí la contestación es fácil, ni tajante. Por regla general, admite Alcántara, «soy más partidario de resignificar que de eliminar, pero depende mucho de cada monumento. Hay algunos, como el Valle de Cuelgamuros, que se pueden reconvertir en museos sobre la represión franquista, pero otros, como el que nos ocupa, siguen siendo lugares de concentración y glorificación; eso hace difícil resignificarlos». Aun así, como sucediese con los miembros del Regimiento ‘Simancas’, Alcántara no da esa batalla por perdida. «Podría hacerse. Más allá de colocar una placa explicativa, que es algo importante, podrían crearse unidades didácticas sobre el tema, organizarse rutas, concertar visitas escolares… Enseñar la memoria, en lugar de suprimirla. Y hacerlo con pedagogía y objetividad».
Fascismo, nunca más