«Preguntarnos en qué ciudad queremos vivir es preguntarnos por qué mundo queremos construir o, incluso, destruir»
El mundo arde. El fuego devora sin piedad Monfragüe, las Hurdes y la Sierra de la Culebra. Un trabajador de la limpieza urbana muere en Madrid por un golpe de calor. Se desplomó sobre el asfalto cuando el termómetro ascendía hasta los cuarenta grados. Un bombero y un brigadista pierden sus vidas luchando contra las llamas a más de sesenta grados.
En verano es normal que haga calor, pero este calor no es normal. Su intensidad, su extensión y su duración lo convierten en un fenómeno tan excepcional como una pandemia.
Si viviéramos en otra época sería fácil buscar un chivo expiatorio más allá de nuestra ciudades y creer que esta ola de calor nos la envían los inmisericordes dioses. Todos sabemos lo refrescante que es un buen descargo de responsabilidad. Pero, también, todos sabemos que este intenso calor que afecta a nuestros campos, nuestro sueño, nuestras vidas, nuestra economía, nuestra salud, nuestro estado de ánimo o nuestra tensión, se debe al calentamiento global del planeta producido por nuestro actual modo de vida.
Debemos enfrentarnos a la pregunta de si somos responsables de todo lo que está ocurriendo. Para responsabilizar a alguien de su conducta es necesario que el individuo fuera consciente de las posibles consecuencias. No podemos culpar a alguien por los efectos imprevisibles de su acción. Ahora bien, nadie debería ser tan estúpido o procaz como para decirse a sí mismo que no sabía que todo esto iba a pasar. La ciencia lleva décadas probando la relación causal entre nuestro modelo de ciudad y el cambio climático. Pero además, la comunidad científica ha llevado a cabo una extraordinaria labor de divulgación, a toda la ciudadanía, de los datos y pruebas obtenidos y de las conclusiones de los estudios llevados a cabo. De nada sirve la infantil excusa de «yo no lo sabía».
Otro factor decisivo para que exista una responsabilidad moral imputable es que la acción sea voluntaria y que, por tanto, no haya existido ningún tipo de coerción. El individuo debe haber tenido la posibilidad de actuar de otra manera, debe haber tenido alternativas para elegir otros cursos de su acción. Pues bien, tanto nuestro sistema de producción como nuestro modus vivendi son una elección. Producir cada vez más, de forma más rápida y a un menor coste, tiene un precio. Cuando, por ejemplo, para desplazarnos, elegimos hacer uso de nuestro vehículo propio en lugar del trasporte público, estamos construyendo un determinado tipo de ciudad y eligiendo el confort individual como un valor superior al bien común, a la vida dignamente humana o a la preservación de la naturaleza, entre otros. Tenemos derecho a no querer cambiar ni nuestro modo de producir ni nuestro estilo de vida, pero lo que no tenemos derecho es no querer hacernos cargo de las consecuencias. Somos responsables de todo lo que está pasando, esta es la verdad que debemos afrontar.
Preguntarnos en qué ciudad queremos vivir es preguntarnos por qué mundo queremos construir o, incluso, destruir. Una ciudad más verde, menos contaminada, descentralizada, policéntrica, que apuesta por el trasporte público y una movilidad bien pensada, de proximidad, en la que los desplazamientos no superan los quince minutos, con edificios e infraestructuras multiusos y con eficiencia energética, de calles limpias que inviten a pasear y al encuentro con los otros, es una urbe que combate eficazmente el cambio climático. Repensar, aprovechar y reutilizar es la manera más eficiente de reducir este calor que nos amenaza.