Ahora, que la vida comienza a retornar a su cauce, quizá va siendo hora de que los ciudadanos de Gijón reclamemos que nuestra plaza vuelva a quedar despejada
Me gusta Gijón porque su centro lo ocupa un espacio vacío. Otras ciudades tienen como eje, a partir del cual gira la vida, y al que desembocan todas las calles, un imponente templo o un colosal palacio. Pero los gijoneses, en cambio, erigimos por núcleo una plaza, la Mayor, un lugar diáfano diseñado para ser el punto de reunión de los ciudadanos.
También los antiguos griegos decidieron edificar sus ciudades alrededor de una plaza en lugar de un altar o un trono. El Rey Ciro, soberano de los persas y enemigo de la democracia, refiriéndose a los atenienses dijo en cierta ocasión: «ningún miedo tengo de esos hombres que tienen por costumbre dejar en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento». El tirano nunca llegó a entender el poder de la democracia y subestimarla le condujo a dos vergonzosas derrotas. Como señala Carlos Fernández Liria, lo que el déspota no supo ver fue que la vida de aquella ciudad giraba en torno a un lugar vacío de dioses y reyes, y que, precisamente por estar desocupado, generaba que todos los que allí se congregaban, dejasen de ser súbditos y siervos. Como en la antigua Atenas, en nuestra ciudad no hay más reyes que todos y cada uno de los ciudadanos. Nuestro rey es un Don Nadie, un hombre sin rostro, un espíritu: una ley cuya autoridad reside en que podría haber sido promulgada por cualquiera. Porque, cuando uno de nosotros redacta una norma, no lo hace en tanto que mujer, o en tanto que funcionaria, o en tanto que aficionada del Sporting, sino en tanto que podría ser cualquiera de nosotros. La plaza es el lugar de todos y, para que siga siendo así, necesita seguir siendo el lugar de cualquiera o lo que es lo mismo, el lugar de los Don Nadie. Nuestra plaza no es de la alcaldesa. Nuestra plaza no es ni de los concejales de la izquierda ni de los de la derecha; y qué no se apresuren los del centro porque tampoco es de ellos.
La plaza del pueblo es la fuente desde la que emana la autoridad de nuestra vida social y donde los vecinos de Gijón nos reunimos para, bajo juramento, engañarnos unos a otros porque, para que sea el tirano el que nos engañe, ya nos bastamos nosotros mismos, y esta es precisamente nuestra dignidad: todos somos iguales para argumentar, refutar, debatir, dialogar, consensuar y establecer con todo ello nuestras normas. Somos colegisladores y nuestro poder reside en la capacidad que tenemos de hacer de nuestra plaza un lugar vacío.
Durante la pandemia, para garantizar la seguridad, especialmente la de nuestros vecinos más vulnerables, hemos permitido que nuestro vacío se llene. También los griegos, ante una emergencia, permitían que un tirano ocupase excepcionalmente la plaza hasta que la situación quedaba resuelta. Quizás por la erótica del propio poder que, como toda erótica, tiende a nublar la razón, los tiranos terminaban adoptando la actitud de un padre protector y trataban a sus conciudadanos como a niños que necesitan de alguien que les enseñe qué pensar, qué decir o cómo actuar. Desde el más sincero afecto, el tirano terminaba tomando decisiones que no podían discutirse ni cuestionarse y, por ello, los hombres libres estaban ojo avizor para que, cuando la situación se calmase, el tirano volviese por donde había venido. Ahora, que la vida comienza a retornar a su cauce, quizá va siendo hora de que los ciudadanos de Gijón reclamemos que nuestra plaza vuelva a quedar despejada.