
«Alejándose sin mirar atrás, más allá de la plaza y la calle Soledad, más allá de Óscar Olavarría y del muelle, donde se perdió su pista. Vestida de azul como el hielo y el deseo»
María regresó al ‘barrio alto’ harta del bullicio de Madrid. Buscando refugio en una Cimavilla que apenas podía reconocer. Su infancia se deslizó despreocupada y protegida en casa de güelita Rosa, viuda de Pepín ‘el caramocano’, que dejó viuda a Rosina por culpa del feroz Cantábrico justo el día que se cumplían dos años de la boda entre la sardinera y el pescador de mar abierta. Rosa se ocupó de su nieta cuando la madre de la espabilada neña enfermó y murió de cáncer a los cuarenta años; María tenía cinco. De su padre casi no guardaba recuerdos; cuando vinieron mal dadas, se perdió en una estación de tren y ya nunca más se supo. Así que Rosina fue güela y madre hasta que la guaja decidió estudiar Ciencias de la Información en Madrid. A los dos años de empezarla dejó la carrera y abrazó la ‘religión’ del punk. Conoció a Loles y Lupe de Las Vulpes, a McNamara, Tino Casal, Alaska y Ana Curra. Se fue de gira con su grupo, Batracias y con Golpes Bajos, Radio Futura, La Polla Records y Eskorbuto. Se perdió en las mejores y peores esquinas de Vigo, Ponferrada, Bilbao, Barcelona…
Coleccionó encuentros, desencuentros, malos viajes y unas cuantas parejas. Algunas terminaron ‘galopando a caballo’, perdiendo la montura demasiado pronto y para siempre, consumidas por unos febriles años que jugaban al póker con creatividad y destrucción en la misma mesa. Fue perdiendo fuelle la punkie y ganando resuello la periodista, trabajó en TVE y a las 63 primaveras volvió a esa Cimavilla que ya no era la que ella recordaba. Decidió anestesiar a la nostalgia y dio el título de hogar al piso de güelita Rosa, que necesitaba un buen remozado. Cantaba Sabina aquello de «Esa amante inoportuna que se llama Soledad». Para María era oportuna la amante; deseaba paladear soledad, rodeada de buenas lecturas en la misma plaza que recibía el nombre de su querencia. Colocó en el alfeizar del ventanal más grande tres macetas de barro con romero, lavanda y geranios. Pintó la casa, compró, regaló y cambió muebles de sitio. Y se dedicó a pasear, leer, cocinar, tomar café en La Tinta, ver series y pelis…
Una tarde de nubarrón se quedó parada ante Tabacalera, y desde ese enorme hueso de piedra sin tuétano le llegó un cautivador maullido. En aquel hotel gatuno colosal descubrió la mirada curiosa de un hermoso siamés, gris perla, que siguió sin miedo alguno a María hasta La Plaza de La Soledad. Y allí vivieron juntos compartiendo soledades, queriéndose de manera felina. Sin exigencias ni reproches. Y así pasaron minutos, horas, días, semanas, meses y años. Veranos ruidosos, lluviosos otoños, inviernos de hielo, despejadas primaveras. En la Estación y plaza La Soledad, no molestar. Ella y su gatín ‘Coppini’ no querían saber nada del mundo ni de sus costumbres. El cobijo tenía que estar a salvo de algarabías y muchedumbres. Añadían como ingredientes vitales, de lunes a domingo, tranquilidad, lentitud y paciencia. María le había puesto ‘Coppini’ al siamés aliado en honor a su breve e intensa historia de amor con el solista de Golpes Bajos. Todavía se acordaba de una estrellada noche de agosto en Avilés, ebria de éxito. Después del concierto de Batracias y Golpes Bajos en la Atlética, María y Germán brindaron con tequila y se comieron con ganas la boca. ‘Coppini’ le confesó que en la próxima vida se reencarnaría en un precioso siamés con los ojos del color del cielo en un día de verano. Y a ella le gustaba creer que el músico había cumplido su palabra. Una terrible mañana, su siamés querido despertó mudo, frío, pegado al vientre de María. Esa misma tarde, ella se vistió de azul. De la cabeza a los pies, gorro, camisa, chaqueta, pantalones y botines. Cerró la puerta y dejó las llaves bajo el felpudo…
Debbie Harry lo cantó y la María de Cimata hizo el pertinente homenaje a la María de Blondie. Alejándose sin mirar atrás, más allá de la plaza y la calle Soledad, más allá de Óscar Olavarría y del muelle, donde se perdió su pista. Vestida de azul como el hielo y el deseo.