«La bandera resiste el paso y las inclemencias del tiempo (…) También la vieja Europa está desvencijada, aflojada, desunida, desencajada y sin rumbo«
En Gijón hay un parque urbano situado en lo que antes fue la antigua Plaza de Europa. Es un oasis de tranquilidad verde en el corazón del tráfico bullicioso y gris; como una ducha de agua fría en mitad del infierno. Quizás, precisamente por ello, siento la inevitable necesidad de transitar por él cada vez que vuelvo a casa. Es como recalar en una isla para descansar y reponer fuerzas antes de continuar el camino hacia mi Ítaca. El frescor atlántico de sus hibiscos, de los árboles de Júpiter o de los laureles reales, recuerda al de los jardines de indianos. En cambio, su estanque tiene reminiscencias orientales que generan en el paseante la sensación de estar dentro de uno de los maravillosos grabados japoneses de Utagawa Hiroshige mientras medita sobre el significado de ese antiguo haiku que canta: «Un viejo estanque/ salta una rana ¡zas!/chapaleteo».
Como cualquier parque, los haikus hay que leerlos sin prisa, con detenimiento, degustando las palabras una a una, cerrando los ojos para imaginar la escena que describen y captar mejor su sabor. Todo haiku es una poderosa imagen que reproduce el gesto del niño que nos indica con su dedo alguna cosa y nos grita: «¡Ah!, ¡Mira aquello!»; por eso, su estructura se compone de dos partes: una que describe lo ordinario y otra que nos muestra lo inesperado. Como afirmaba Octavio Paz: «El haikú es una pequeña cápsula cargada de poesía capaz de hacer saltar la realidad aparente». El haiku es una poesía de la sensación que, en la brevedad de 17 sílabas, nos transmite la emoción universal que el poeta ha sentido al contemplar una escena de la vida cotidiana: fugacidad, melancolía, serenidad, armonía, nostalgia, apego, belleza…
De la antigua Plaza de Europa queda en el parque, ya casi escondida por las ramas de los árboles, una vieja bandera de plástico grueso que dibuja un círculo de 12 estrellas amarillas sobre fondo azul. La bandera resiste el paso y las inclemencias del tiempo. Sus colores comienzan a palidecer y a duras penas se sostiene, desvencijada, sobre un par de argollas. También la vieja Europa está desvencijada, aflojada, desunida, desencajada y sin rumbo. El Papa Francisco la comparó a una mujer estéril, incapaz de tener hijos pero que, a pesar de todo, resiste porque tiene raíces sólidas y profundas. Lo cierto es que esta anciana siempre ha demostrado, en los momentos más oscuros, que el espíritu europeo, que encarnó por primera vez Erasmo de Róterdam, conserva savia y es capaz de engendrar una ciudadanía con el poder de transcender las atávicas pasiones nacionalistas. La Europa que soñó Erasmo supone el triunfo de la razón, universal y justa, sobre las pasiones, egoístas y bárbaras, de los hombres y, precisamente por ello, en estos tiempos aciagos donde suenan tambores de guerra, tiene más sentido que nunca enarbolar esta desvencijada bandera. Europa sigue y seguirá siendo un haiku por escribir.