«Nuestro deber como adultos es ofrecer una buena educación a nuestros jóvenes y que toda buena educación debe ser autoritaria, no en el sentido de imponer ideas por la fuerza sino en el de proponer un ejemplo de vida que aumente, promueva y haga progresar a la persona».
Existe una historia sobre un antropólogo occidental que convivía con una tribu africana. Un día, organizó para los niños de la tribu una competición deportiva: marcó una línea de salida y colocó una cesta de fruta a cierta distancia como premio para el ganador de la carrera. Cuando el antropólogo dio la señal de inicio, los niños se cogieron de las manos, corrieron juntos y se repartieron el premio. El científico interrogó a los niños, queriendo entender por qué habían actuado de aquella manera. Uno de ellos le respondió: «¡Ubuntu!», una palabra africana que significa «Yo soy porque nosotros somos» y que expresa la creencia de que uno no puede ser feliz si los demás sufren.
Con esta historia he terminado la última clase de un curso escolar atípico y difícil, en el que he intentado trasmitir a mis alumnos la idea de que después de estudiar (a costa de la sociedad) no debían utilizar lo aprendido como un instrumento de pillaje en beneficio propio, sino usar su inteligencia, sus capacidades y sus conocimientos para colaborar en la construcción del bien común. El bien común es aquella red que nos recoge cuando nos desplomamos, aquel salvavidas al que agarrarnos cuando el mundo naufraga. Es el proyecto comunitario el que da sentido a la ciudad. Pero no deberíamos confundir el bien común con el interés de la mayoría, ya que este tan solo es la suma de una serie de intereses particulares y una de las formas que tiene la tiranía. El bien común es otra cosa bien distinta: son las condiciones sociales necesarias para que todos y cada uno de los individuos de una comunidad puedan alcanzar su máximo desarrollo, su plenitud como seres humanos, la mejor versión de sí mismo.
Aristóteles no nos definió como animales sociales, sino como animales políticos. Ser un animal político no significa ser un animal gregario, sino afirmar que solo podemos alcanzar nuestra plenitud en la ciudad porque también somos animales vulnerables e interdependientes. Y como al final de todo curso toca hacer evaluación creo que deberíamos preguntarnos si nosotros, los adultos, podemos ser felices cuando nuestros jóvenes sufren ante un futuro que se les vislumbra distópico. Las urgencias psiquiátricas en menores se han disparado. Han aumentado los casos de depresión y los intentos de suicidio entre jóvenes. Todo parece indicar que con la educación que les hemos dado no hemos sabido armarlos para hacer frente a la frustración y la incertidumbre. Pero si nuestro único objetivo va a seguir siendo capacitarlos para ser productores competentes de mercancías durante su tiempo de trabajo y consumidores durante su tiempo de ocio, dejemos las cosas como están y sigamos fabricando “consumidores consumidos”.
Nuestro deber como adultos es ofrecer una buena educación a nuestros jóvenes y que toda buena educación debe ser autoritaria, no en el sentido de imponer ideas por la fuerza sino en el de proponer un ejemplo de vida que aumente, promueva y haga progresar a la persona. Tener autoridad supone auxiliar, completar, ampliar, complementar, apoyar, consolidar, enriquecer, perfeccionar y dar plenitud a algo. Los romanos distinguían la auctoritas, la forma de ser que supone un bien para otro, de la postestas, la capacidad de imponer. Sócrates, por ejemplo, tenía auctoritas, es decir, que su «lifestyle» supuso una referencia y un impulso para el crecimiento de sus jóvenes discípulos. Y no por ello fueron los discípulos una copia exacta de sus maestros, sino que tomando a estos últimos como puntos de referencia en una travesía o como varas que guían el crecimiento de algunas plantas, cada uno pudo llegar a ser un ejemplo singular de virtud, porque de lo que se trata, como cantaba Píndaro, es de llegar a ser lo que eres.
Pero nuestra actual educación dista mucho de ser una «buena educación» ya que el adulto, por miedo a incurrir en el autoritarismo, no solo rehúye de la potestas sino también de la auctoritas y con ello, abdica de su responsabilidad como adulto. Una educación sin referentes claros produce individuos desorientados, al igual que una educación sobreprotectora genera seres débiles. Hannah Arendt supo ver en los años cincuenta el germen de la crisis de la educación. Los adultos tenemos la responsabilidad de introducir al niño en nuestro mundo, que es nuestro, nos guste o no. Educar es enseñar a los niños cómo manejarse en el mundo siendo autoridad para ellos. El niño nos reclama protección frente al mundo y el adulto tiene la doble responsabilidad de asegurar el desarrollo del niño y la continuidad del mundo. Pero los adultos hemos abolido la autoridad, lo cual solo puede significar una cosa: que rehusamos asumir la responsabilidad del mundo en el cual hemos colocado a los niños. Arendt es demoledora cuando afirma que «es como si los padres dijeran cada día: En este mundo, ni siquiera en nuestra casa estamos seguros; la forma de movernos en él, lo que hay que saber, las habilidades que hay que adquirir son un misterio también para nosotros. Tienes que tratar de hacer lo mejor que puedas; en cualquier caso, no puedes pedirnos cuentas. Somos inocentes, nos lavamos las manos en cuanto a ti».
Ya va siendo hora de que los adultos tengamos los arrestos morales de ejercer de autoridad para nuestros jóvenes en lugar de estigmatizarlos, abroncarlos y cuestionarlos por nos ser lo que nadie les ha enseñado a ser.
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