
Para Asturias y para Gijón no solo es inaceptable: es directamente letal

La pretensión de Pedro Sánchez y del PSOE de abrir la puerta a un “cupo catalán” representa una amenaza directa al principio de igualdad entre todos los españoles y un agravio que perjudicaría gravemente a Gijón y al conjunto de Asturias. Lo que se presenta como una concesión táctica para garantizar la gobernabilidad es, en realidad, un nuevo intento de desmontar el modelo constitucional de 1978, sustituyéndolo —de espaldas a la ciudadanía— por una estructura federal y asimétrica, pactada con aquellos, cuya aspiración última pasa por acabar con el Estado español.
Este “cuponazo”, inspirado en el régimen fiscal excepcional que ostentan el País Vasco y Navarra, permitiría a Cataluña quedarse con la práctica totalidad de su recaudación, aportando lo mínimo al sistema común. Una operación profundamente injusta que rompe los principios de solidaridad interterritorial, condena a muchas regiones al abandono institucional y consagra una España a dos velocidades: una con privilegios fiscales y políticos, y otra —donde se encuentra Asturias— que sostiene el esfuerzo colectivo sin obtener una compensación justa.
Gijón, como motor económico de Asturias, ya enfrenta desafíos estructurales serios: el envejecimiento poblacional, con un número creciente de personas dependientes; un sistema sanitario debilitado por la falta de inversión y profesionales; y una clamorosa ausencia de compromiso del Gobierno central con infraestructuras estratégicas para nuestro desarrollo. En este contexto, conceder a Cataluña un modelo de financiación singular, que podría detraer hasta 30.000 millones de euros de las arcas del Estado, no solo constituiría una discriminación intolerable, sino que pondría en jaque el futuro de nuestros servicios públicos, agravando aún más el desequilibrio territorial.
Por tanto, no debemos perder el foco. Por muy escandalosa que sea la corrupción que carcome al PSOE —con tramas que ya no se cuentan por casos aislados, sino por redes estructurales—, lo que se está gestando con este “cuponazo independentista” es aún más grave. Porque si la corrupción mina la confianza en los partidos, esto amenaza los pilares mismos del Estado: la igualdad de todos los españoles, la solidaridad entre las diferentes Comunidades Autónomas y la arquitectura institucional sobre la que se sustenta nuestra democracia. Pedro Sánchez está dispuesto a sacrificar el modelo constitucional de 1978 a cambio de su mera supervivencia política. Y eso, para Asturias y para Gijón, no solo es inaceptable: es directamente letal.
Además, conviene no caer en el espejismo de que esta concesión traerá estabilidad política a España. La experiencia reciente demuestra que el independentismo catalán no busca acuerdos duraderos, sino avanzar sin tregua hacia la ruptura con el Estado. Cualquier cesión —por amplia que sea— es recibida como un paso más en su hoja de ruta, nunca como un destino final. Ceder ante un proyecto político insaciable solo puede conducir, más pronto que tarde, a una fractura irreversible.
Aún más indignante resulta esta deriva del separatismo catalán cuando Cataluña ha sido, históricamente, una de las grandes beneficiadas del esfuerzo colectivo de España.
Ya en el siglo XVIII, la monarquía borbónica promovió medidas económicas que protegieron la incipiente industria catalana por encima de la de otras regiones. En el siglo XIX, mientras miles de asturianos, castellanos y andaluces perdían la vida en Cuba y Filipinas defendiendo el imperio, Cataluña se beneficiaba de un comercio privilegiado con ultramar y del control de sectores estratégicos como el azúcar y el tabaco. Tras la pérdida de estos territorios, el Estado respondió con políticas específicamente diseñadas para salvaguardar el sector textil catalán, asegurándole una clientela cautiva en el resto de España y estableciendo sólidas barreras frente a la competencia extranjera. Además, de forma paradójica, durante el franquismo fue una de las regiones más favorecidas en inversión pública e industrialización.
Es por eso que, a largo de los siglos, Cataluña no ha sido una región marginada ni expoliada, como asegura el nacionalismo, sino una de las grandes receptoras del esfuerzo colectivo de toda España. Pretender ahora desvincularse del sistema común –cuando no directamente la independencia-, tras haber acumulado tantas ventajas históricas, no es solo una injusticia: es una traición a la memoria y a la solidaridad que han hecho posible la convivencia entre generaciones enteras de españoles.
Pero tanto o más preocupante es que el secesionismo cuente para lograr sus fines con la complicidad de un partido que se autodefine como socialista, obrero y español. ¿Cómo se conjugan los privilegios fiscales para quienes más tienen con la justicia y la equidad social? ¿Cómo se defiende, desde una óptica progresista, un modelo que permite que algunas comunidades acumulen poder y recursos mientras otras ven deteriorarse sus servicios esenciales? ¿Cómo es compatible presentarse como partido de Estado mientras se avalan pactos que contribuyen a desmantelarlo desde dentro?. Es un completo disparate ideológico y político.
Lo que el PSOE está avalando, para tratar de perpetuar a Sánchez en el poder, no es una modernización del modelo territorial, sino una claudicación ante los que quieren romperlo, a costa de los más vulnerables.
Por todo ello, oponerse a este “cupo catalán” no es una cuestión partidista ni coyuntural: es un deber moral para quienes creemos en una España solidaria y unida. En un país en el que cualquier gijonés tenga los mismos derechos y obligaciones que un catalán, un andaluz o un madrileño, sin privilegios heredados ni excepciones negociadas al margen del interés común.
David Cuesta García es secretario general del PP de Gijón