
Vive Gijón la efervescencia de los festivales que es una manera estival, loca y divertida de disponer de nuestro tiempo, disponiendo de una entrada»
Vuelve lentamente la normalidad. La nostalgia por la vieja normalidad se va diluyendo lentamente, dando paso a una rutina que empieza a coger tono, color, aroma de vieja costumbre prepandémica. Con la llegada de la normalidad, como capas de cebolla, van llegando los turistas, escasos, van llegando los currelas, cansados, y van llegando los criminales, perseguidos o condenados. Todo se va pareciendo a una serie de David Simon, Treme, un suponer, aquella obra maestra donde se relataba con mirada periodística y musical la reconstrucción de Nueva Orleans tras el desastre del Katrina, con el regreso de todas las clases sociales, todos los oficios, atraídos por el jazz, el blues, el rock, la droga, la especulación y el dinero.
Esta semana condenaban a ocho gijoneses que menudeaban cocaína desde Arousa. Uno de ellos repartía las papelinas desde un kiosco, y esto me parece a mi la sublimación de una metáfora que nos devuelve no solo a la normalidad, sino a los años 80. Más normalidad que la del repartidor de golosinas/papelinas no la hay. De Arousa a Gijón existía, pues, una ruta. La pandemia no ha destruido el mercado negro y fastuoso de la droga. Quiere decirse que la droga sigue proyectando esa idea de la propia muerte compensada por el placer. Disponer de la propia muerte es disponer de la vida. Y en el vértigo criminal, la vida exclama más vida.
La droga reclama el vértigo de la vida y la literatura siempre ha sublimado con nostalgia los pecados de la carne y del vicio, la vieja normalidad convertida en amor al fracaso. Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar y otra vez, con el ala en tus cristales, jugando llamarán. Bécquer, a su manera, también nos habla de la nostalgia con normalidad porvenirista, la misma que nos hace a todos conservadores de un tiempo sublimado en las alas de unas golondrinas, o en el rastro blanco de una fila de coca. Entre las golondrinas de y las golosinas del kiosquero hemos intentado construir la trama nueva de la vida, pero una vida espectral, onírica, perversa, sexual, demasiado idílica para lo que viene siendo la realidad.
Por el medio, entre la bolsa de chuches y el gramo de farlopa, se van tejiendo otras tramas. Vive Gijón la efervescencia de los festivales que es una manera estival, loca y divertida de disponer de nuestro tiempo, disponiendo de una entrada. El Tsunami, Metrópoli, Oye Gijón, LEV. De pronto han irrumpido todos de una patada, cada uno de un palo distinto, convocando a la muchachada, con golosinas o sin ellas a vivir un verano fatal, o sea, un verano normal, pero sin Christina Rosenvinge ni tampoco Nacho Vegas. Y como buena vieja normalidad, entre el ruido festivalero y el Chivas silencioso, también llega la subida de la luz, el seguro del coche y ese viejo espectro aguafiestas que se cuela por el espejo de la normalidad para recordarnos que somos mortales.