En las noches de luna llena planea Goti el paseo de la mañana por el barrio alto mientras piensa en ciertos muros infranqueables. Levantados por aquellos mortales que no ven más allá de sus narices, que no quieren darse cuenta de lo pequeño que hoy es este mundo. Prepara de manera minuciosa el morral con su cámara, ella y el entrenado ojo van a robar el preciso instante a una Cimavilla con los colores del Caribe, que este experimentado observador capta a través de su objetivo y la luz de una suerte de Sorolla cantábrico.
Manuel Antonio Goti del Sol aprovecha su jubilación para reencontrarse con un Gijón que tuvo que abandonar durante treinta y siete largos años y al que regresó con el hambre que dan las hendiduras en los respirados días. Vivencias disfrazadas de imborrables recuerdos «cinematográficos» que acuden frescos a la memoria como si se rulasen en el muelle de su niñez…
Contaba divertida la güela de Goti la relación de su primo Leoncio con una moza del barrio (en los años veinte del pasado siglo). El galán se acicalaba con esmero para acudir a las citas y su madre le perseguía por toda la casa con la misma letanía: -mira que ponete tan guapu pa ir cortexar a la Plaza La Corrada-. A pesar de la presión materna terminó el noviazgo en feliz casorio. Una noche del año 1960, en las fiestas de Cimavilla, un Manolín de siete años y sus padres descubrieron el twist gracias a una pareja que se contorsionaba, en medio de la calle, con los ritmos nacidos en un tocadiscos alojado en el alfeizar de un bajo con la ventana abierta. Ella; con falda ajustada, camisa blanca y moño en lo alto. Él; de pantalón estrecho, mocasines y chaqueta con pechera de cuero, mangas y espalda de punto. A la moda de entonces. Aquella pareja despertó en el asombrado chiquillo la fiebre rockera de por vida. Admiraba aquel espabilado rapaz a Chaoyo Wei, el chino que decoraba el barrio alto con farolillos y gallardetes; fabricados con sus propias manos cuando reinaba la folixa. Tampoco olvida el encuentro entre el célebre Rambal y una «mujer de vida airada» al lado de la Capilla de San Juan Bautista, La refriega verbal fue subiendo de tono al tiempo que crecía el grupo de curiosos, apelotonados, con tal de no perderse el memorable parlamento. La mujer le espetó un sonoro:-calla, maricón-. Rambal respondió con un contundente:-tú puta y yo maricón, ¿quién tién más delito?.
Sube Goti la empinada Vicaría disparando su cámara y de repente se acuerda de la «leche de pantera» que servían en Mesón El Gallo. Para aquel neñu gijonés el nombre de aquella bebida le hacía viajar con la imaginación a una lejana isla donde celebraban extraños y prohibidos ritos en nombre de seres mitológicos desconocidos. Cierra los ojos unos segundos y el fotógrafo recuerda las dolorosas palabras de su madre: «los pobres bebés de Cimavilla morían por culpa del colerín, con los intestinos «destrozados». En una posguerra inmisericorde, en unos años cuarenta oscuros, tenebrosos. Abre los ojos Manolo y de repente descubre en su paseo una gota suspendida en el alero de un tejado, el Land Rover de la Pantera Rosa o el Elogio entregándose a la noche. Este hoy es un mundo pequeño, mejor de lo que era ayer. Mañana, Goti volverá a la ínsula, entre Los Remedios y La Soledad, quedan muchos rincones por fotografiar a la hora adecuada.