«El neoliberalismo fomenta, me atrevería a decir que crea, este tipo de sujetos porque, obviamente, se forra a su costa. La manera de diferenciarnos, de mostrarnos únicos y de construir nuestra auténtica identidad es para todos la misma: consumiendo»
Idiota es una de las palabras más lúcidas que el griego antiguo nos ha dejado para describir nuestro mundo de hoy. Este adjetivo se compone de la raíz idios, que en griego significaba «de uno mismo, privado, particular, personal» y se utilizaba para denominar a aquel que no ejercía sus deberes cívicos, que se despreocupaba del bien común y solo mostraba interés por lo suyo. Si ciudadano es aquel hombre libre que, junto a sus iguales, participa en la elaboración de la ley y, por tanto, al obedecerla, no hace otra cosa más que obedecerse a sí mimo, un idiota no es otra cosa que un mal ciudadano, aquel que se desentiende de los asuntos públicos porque piensa que en realidad no le afectan o que hace uso de la política para ponerla al servicio de su provecho propio. Si el ciudadano es un animal político constructor de ciudades, el idiota es un polizón de la comunidad.
No se ha de confundir al idiota con el imbécil. Este último término significaba en su origen «sin bastón» y se usaba para referirse a aquel que no ha madurado lo suficiente y que por tanto muestra debilidad mental, falta de inteligencia y flojera de ánimo. Un ejemplo de esta confusión es el título de la hilarante película La cena de los idiotas (Francis Veber, 1998), inspirada en la obra de teatro homónima. Los invitados a esta cena no son idiotas, sino imbéciles. La imbecilidad es perdonable, incluso puede llegar a ser simpática, como la del tierno personaje de François Pignon, ese funcionario de hacienda que hace esculturas con cerillas y es maestro en el arte de provocar catástrofes y liarlo todo, pero que en momentos de una lucidez propia de un oráculo sagrado dice verdades como esta: «Estoy preocupado por él… porque yo sé que la gente puede morirse de amor».
Es posible una democracia de imbéciles, pero no de idiotas. Los François Pignon pueden ser buenos vecinos con los que convivir y construir la ciudad, pero los idiotas no erigen democracias sino idiotacracias.
La idiotacracia, si se me permite la expresión, es aquella forma de gobierno que, aún teniendo las mismas instituciones y procedimientos que la democracia, ha sido conquistada por un nuevo tipo de idiota que la anula, el Homo posmodernus, un ser narcisista que coloca sus emociones como único criterio de verdad, y sus deseos, cómo único criterio de acción. Para este tipo de idiota algo es cierto porque así él lo siente en lo más profundo de su corazón. Todo aquel que cuestione su posición con argumentos o evidencias es un ser despreciable que está usando contra él un discurso de odio y que debe ser silenciado.
Para el posidiota, el sentido de la vida es lograr satisfacer sus deseos más íntimos. La realidad, los demás y los consensos sociales son impedimentos, cuando no perversos instrumentos que reprimen su ser auténtico. La misión del posidiota es la de dejar aflorar su verdadera identidad que, según él, se encuentra escondida en algún lugar recóndito del alma. La democracia es la común-unidad de aquellos que comparten una misma identidad: la de ciudadano. Pero el posidiota, como el idiota de toda la vida, forja su identidad al margen. Él se sabe especial y distinto, por ello persiste en diferenciarse en cada gesto, por minúsculo y cotidiano que este sea. Comer un yogurt, ver una serie o calzarse unos zapatos se convierten en un sagrado ritual por el que el posidiota reivindica su individualidad, por el que se dice así mismo y al mundo: «¡Yo soy único!».
El neoliberalismo fomenta, me atrevería a decir que crea, este tipo de sujetos porque, obviamente, se forra a su costa. La manera de diferenciarnos, de mostrarnos únicos y de construir nuestra auténtica identidad es para todos la misma: consumiendo. Vivimos en una sociedad de consumo que estimula la satisfacción de los deseos que ella misma crea, pero que a la vez frustra sistemáticamente, para garantizar con ello un deseo en constante movimiento y mantener siempre activo el sistema de producción. Se separa al individuo de su comunidad y se le arrebata su querer para ser transformado en el combustible que alimenta el motor del sistema. Esta enajenación del deseo no se consigue por medio de la coerción sino a través de la estimulación, multiplicación y seducción de los apetitos del idiota.
La idiotacracia es una embarcación sin rumbo, sujeta a las corrientes del deseo más reciente, en la que los pasajeros, incapaces de pactar el destino al que dirigirse, renuncian al diálogo racional y a la búsqueda conjunta del bien común. En esta barca, los idiotas parecen haber acordado que cada uno elija el lugar de destino hacia el que remar, generando con ello un conjunto de fuerzas dispares que se neutralizan las unas a las otras y que abocan a la nave a estar siempre a la deriva.
En la idiotacracia se impone el principio del «todo vale» como sucedáneo del bien común que es el fundamento de la democracia. El mayor placer y la más alta dignidad de un ciudadano es participar en la vida pública haciendo uso de su libertad, su igualdad de palabra y su igualdad ante la ley, para colaborar en la identificación y construcción del bien común: el mayor bienestar posible para todos los miembros de la comunidad. El bien común no es la suma de los bienes individuales sino las condiciones que hacen posible el máximo desarrollo de todos y cada uno de los miembros de una comunidad. Este tipo de bien no puede identificarse con los intereses egoístas de la mayoría; es indivisible, solo puede construirse y protegerse con la cooperación de todos y es, sobre todo, la mejor manera de evitar que nuestra democracia degenere en idiotacracia.
Extraordinariamente clarificador, define cada cosa en su sitio, me ha ayudado y encantado.