«Mi nostalgia es una nostalgia por las personas, no por el pasado, mucho menos por un pasado construido sobre la violencia, la pobreza, el miedo y la dictadura»
Yo tenía un güelu muy sidreru, así que mi infancia está regada de olor a vinagre, serrín y bígaros. Cuando llegaba el buen tiempo nos llevaba a mi hermana y a mí a los merenderos, donde él y mi güela echaban un par de botellas mientras nosotras corríamos por lo verde, nos tomábamos un Trina de piña y comíamos cacahuetes; con suerte la jornada se alargaba y mis abuelos pedían una tortilla de patatas y unos chorizos a la sidra para cenar. Otras veces nos llevaban de sidrerías, y el serrín se nos pegaba en los zapatos, y nos poníamos ciegas a comer pollo al ajillo y patatas bravas. Ese tiempo ya no existe. Era un país distinto que ya no va a volver. Era un país precario, con economía precaria y de subsistencia, y el ocio era, a su vez, precario y de subsistencia. Yo guardo recuerdos hermosos porque era una niña y estaba con dos de las personas que más he querido en mi vida. A las dos las he perdido y ya solo me quedan recuerdos, algunas fotos y el amor que todavía siento por ellas.
Mi nostalgia es una nostalgia por las personas, no por el pasado, mucho menos por un pasado construido sobre la violencia, la pobreza, el miedo y la dictadura. Con el tiempo los negocios se han ido adaptando: todos entendimos que no era muy rentable tener un merendero abierto durante horas, donde los clientes pudieran llevar su propia comida y solo estuvieran obligados a consumir las bebidas. Los merenderos se transformaron, pero siguieron siendo lugares en los que pasar la tarde, sentados tranquilamente disfrutando del sol, los niños jugando, una ración de aceitunas, quizás unos calamares… «Por qué no llamamos a tus padres, y que vengan y pedimos un par de raciones de algo y cenamos, que mañana dan lluvia».
Luego estaban las sidrerías, que junto con los restaurantes del menú del día estaban destinadas a las clases populares. Con sus manteles de papel y sus raciones descomunales, se ganaron a pulso la fama de que aquí «se come mucho y bien». Además te podías ir haciendo una ruta de sidrerías, sabías dónde dominaban la fabada, el sitio dónde comer el mejor pixín, la cocinera que sacaba gloria de la temporada del bonito y quién ponía los mejores oricios. Era toda una forma de vida, un rasgo cultural, una forma de socializar, de largas sobremesas, de chigres en los que echar la partida toda la tarde. Pero no lo idealicemos tampoco, pues esta forma de vida también nos habla de cómo hemos ido asociando el ocio al consumo del alcohol y de tiempo y dinero de economías precarias que se dejaban en chigres y sidrerías y que quizás hubieran tenido mejor uso en otras cosas. Porque cada recuerdo, cada forma de vida, cada cultura tiene siempre un reverso tenebroso en el que se nos olvida que las formas tradicionales de socialización solían ser principalmente masculinas y que detrás de muchos padres y güelos en el chigre había historias de alcoholismo, abandono y violencia.
«Hace mucho tiempo que Xixón dejó de ser una ciudad obrera. Ahora somos… Otra cosa»
Hace mucho tiempo que Xixón dejó de ser una ciudad obrera. Ni sus gentes, ni sus negocios están pensados ya para los trabajadores. Ahora somos… Otra cosa: refugio climático, aparcamiento de cruceros que sólo dejan contaminación y aguas fecales a su paso, abrevadero para las despedidas de soltero, destino turístico… Los que aquí habitamos, hasta que también nos acaben echando para poner nuestras casas disponibles al alquiler vacacional, empezamos a sentirnos casi como los invitados molestos de una fiesta que no pedimos que se celebrara y que, además, sabemos que vamos a tener que limpiar y pagar por los destrozos cuando todo el mundo se canse y se marche a su casa. Cada día resulta más difícil improvisar, salir a dar un paseo y decidir en el último momento quedar a cenar, pues raro es el sitio que no exige una reserva previa. Sentarse en una terraza o en un merendero a partir de ciertas horas parece una prueba del Gran Prix, ya que muchos sólo te dejan sentarte si vas a comer o cenar o comienzan a dar vueltas a tu alrededor como chiquillos nerviosos para meterte prisa y que dejes la mesa libre, si ya has terminado tu consumición y no das muestras inmediatas de pedir otra ronda.
Todavía recuerdo la primera vez que nos cobraron el pan en una sidrería, un euro por cada trozo diminuto de pan recién salido del congelador y apenas pasado unos segundos por el microondas, los suficientes para que la masa se convirtiera en un ente similar al chicle. Juramos que no volveríamos a pisar aquel lugar, y voto a bríos que no lo hicimos, pero poco a poco esta costumbre se ha ido extendiendo, y ahora una cesta de pan pésimo en tu mesa es un lujo que grita a los cuatro vientos «Mirad, no sólo me sobra el dinero, sino que tampoco tengo miedo a perder un diente». Las cartas de la mayoría de los restaurantes y sidrerías se han vuelto clónicas, abonadas a los filetes empanados que hacía mi madre cuando íbamos a pasar el domingo a La Ñora y que ahora llaman cachopos. Las decoraciones pensadas para Instagram tampoco difieren las unas de las otras, dándole a todo un aspecto aesthetic y anodino, que lo mismo puede ser parisino que malagueño. Los precios han subido y las raciones han bajado, cada vez es más difícil decir con honestidad «aquí se come bien y se come abundante». Sin embargo, en los salarios y en las condiciones laborales de los trabajadores de la restauración no se nota mucho este feliz momento que estamos viviendo gracias al maná que nos dejan los turistas, más bien lo contrario; y OTEA tampoco parece muy contenta, pues casi un noventa por ciento de ocupación en Semana Santa, con el cielo a punto de caerse sobre nuestras cabezas, les parece poco, y ya están pensando en cobrar por reservar una mesa. Todo sea estirar el chicle hasta que se nos rompa y se nos quede pegado en la cara o en el pelo, y luego ya verás tú para quitárnoslo de encima.
Y, mientras tanto, la gente que habitamos esta ciudad cada día nos sentimos más ajenos, como figurantes que se pasean para dar color al paisaje o para servir mesas durante doce horas seguidas mientras cotizas cuatro. Sin ganas de decirle a güelito que si vamos a echar unas botellinas y, luego, tal vez, pedir una tortilla para cenar.
Otra vez mas, magnífico artículo de Silvia Cosío