Un producto enlatado que sólo se abrió cuando un enorme y virtual Miguel Ríos ocupó la gran pantalla del escenario para cantar El pozo. Fue una sensación mágica y extraña, muy lejos de la frialdad que dejaban el resto de colaboraciones.
La nave de Izal aterrizó en la grada norte de El Molinón para presentar su gira pandémica, El pequeño gran final del viaje, un auténtico espectáculo musical, para todas las edades. Por la gran pantalla del Escenario VibraMahou, instalado en la grada norte de El Molinón, desfilaron naves espaciales, astronautas perdidos, extraterrestres entrañables y un reparto de actores y actrices de la comedia española como Kira Miró, Santi Millán, Alexandra Jiménez, Julián López o el mismísimo Jorge Garbajosa.
El pequeño gran final del viaje es la gira que despide su último disco, Autoterapia y presenta el nuevo bajo el título de Hogar. Con un sold out rotundo, lograron llenar el aforo permitido del estadio pocos días después de haber sido anunciado por el Tsunami Xixón. Meiquer o (requiem), Ruido Blanco, Autoterapia o Copacabana dieron comienzo a un verdadero espectáculo que venía acompañado de artistas invitados, en este caso, virtuales, como Rozalén interpretando Gran Revolución, Sidonie con Temas Amables, Mabü, con El temblor o Zahara, que hizo junto a Mikel una versión entrañable de La increíble historia del hombre que podía volar pero no sabía como.
Y es aquí donde uno se detiene para tratar de comprender qué esta viendo, si un concierto en directo que repasa los tres discos y dos directos de una banda que lo peta allá donde va con un sonido tuneado entre el rock indie y el pop más comercial o un buen espectáculo que logra disparar la curiosidad del público tema tras tema. Después de esto, qué mas. Algo de esto último hay y en bastantes dosis.
El rancio eslogan de la tele: en vivo y en directo deja de tener sentido en Pequeño gran final del viaje, donde la imagen pregrabada, la música sincronizada y ese diálogo absurdo entre vocalista y artista virtual hacen que el conjunto pierda vitalidad. La sensación es que uno está viendo un producto enlatado que sólo se abrió de forma extraña, casi fantasmagórica si no fuera porque es una leyenda viva, cuando un enorme y virtual Miguel Ríos ocupó la gran pantalla del escenario para cantar El pozo. Fue una sensación mágica y extraña, muy lejos de la frialdad que dejaban el resto de colaboraciones.
Qué sentido tienen los duetos y los cameos virtuales en un concierto de Izal. Solo encuentro uno, prestigiarse con el reconocimiento de los otros. La representación de una camaradería, de un formar parte del espíritu, la generación, el movimiento, desde el presente y desde el pasado. Hasta ahí, todo normal. Pero incorporarlos a un show, concierto tras concierto, día tras día, hace que desaparezca la complicidad entre los artistas y el público y se convierta en una peli a caballo entre el cine de Santiago Segura y los alambicados shows televisivos de Eurovisión.
Los temas de Izal más reconocibles siguen siendo los de su primer disco. Despedida, Magia y efectos especiales, Prueba y error o La mujer de verde (que dedicó a los sanitarios, recordando la importancia de tener un buen sistema sanitario público). En casi todos los cortes de su discografía se cumple un patrón similar que ya es marca de la casa: un tiempo medio o lento da paso a otro acelerado y épico, terriblemente efectista, pero terriblemente eficaz, rebajado con los acordes de un ukelele. De alguna manera, Izal conoce el truco. Quizá sea por eso que dos horas escuchando un sonido tan similar entre canción y canción obligue a la banda a interrumpirlo con sketches y colaboraciones que hacen entrar y salir a la banda del escenario de una manera un tanto ridícula. El problema que es también logran sacar del concierto al público con la misma facilidad. Quiere decirse que no hay espontaneidad, no hay nada orgánico, está todo milimétricamente sincronizado, como en los espectáculos de un parqué temático.
El pequeño gran viaje tiene de todo, un sonido genuinamente Izal pero completamente monolítico, un ladrillo muy bien esmerilado y perfectamente montado, envuelto y embalado, pero cuando uno lo abre, solo encuentra eso, un difícil souvenir que consigue sorprender y al mismo tiempo empachar al primer vistazo sin saber después dónde carajo colocarlo.