A ver si el problema de la pérdida de la identidad xixonesa no va a ser que celebremos el Jalogüín

Dejénme que les confiese que una festividad que consiste en dar y recibir caramelos, disfrazarse y ver películas de terror hasta que se te cierren los ojos de sueño lo tiene todo para ser una de mis favoritas del año. De hecho soy una firme defensora de que la vida hay que celebrarla a tope: nacimientos, bodas, divorcios, graduaciones, tu primer diente, tu último diente, tu primera escaloya, tu primera colonia chispas e incluso la muerte. Porque creo de corazón que tenemos la obligación de honrar la vida de aquellos que ya no están a la vez que hay que ensalzar el hecho afortunado y hermoso de que nosotros seguimos vivos. Y es que la vida es un viaje maravilloso pero con bastantes contratiempos, así que lo mejor que podemos hacer es disfrutarla y festejarla siempre que tengamos la ocasión.
Otra cosa muy distinta es que en esta sociedad entendamos eso de lo de las celebraciones y las festividades con espíritu comercial y tengamos que gastar dinero y consumir sí o sí y que todo se organice en torno al negocio y la rentabilidad. Pero esa es otra discusión mucho más compleja y yo aquí he venido a hablar de mi libro, que trata sobre lo mucho que me gusta Halloween y la cosa esta de festejar y estar feliz porque sí, a pesar de que sea yo más sosa que Lady Di y a las once y media me rinda al sueño y al esfuerzo que me supone superar la timidez.
Quizás porque en mi interior habita una drag queen o porque de pequeña realmente me impactó ver a David Bowie, o simplemente porque, como la mayoría de la gente de mi generación, me crié viendo cine norteamericano, lo cierto es que Halloween siempre despertó en mí una excitación -y una envidia- incontrolable, así que cuando empezó a ponerse de moda en nuestro país me alegré infinito y descubrí la felicidad que supone tener la oportunidad de poder disfrazarme -sin que me miren como si fuera la loca de los gatos- dos veces al año.
Pero claro, donde unas vemos alegría y una nueva oportunidad para gozar y pasarlo bien, otros se cabrean un montón porque las tradiciones patatín y esto es yanki patatán y perdemos la esencia de lo español y olé, o nos dejamos comer la cabeza por los americanos que son lo peor de lo peor -porque no hay nadie más pesado que un señor al que no le gusta algo banal e intrascendente, y da igual si este señor es de derechas o de izquierdas porque de la turra que te dan no te libra nadie-. Que es que además nunca me ha quedado muy claro dónde ponemos la frontera entre lo que es tradición y lo que es imposición de fuera y novedad “no tradicional”, quiero decir que en algún momento se empezó a celebrar la Semana Santa y supongo que habría paganos que apretarían mucho los puños porque estas cosas las copiamos siempre de fuera y ya nadie se acuerda de Dionisos. Que digo yo que lo normal es que algo se haga de forma comunitaria por primera vez -e incluso que seamos testigos y protagonistas de esa primera vez-, además de que el invento este de vivir consiste en sacarse de la manga porque sí tradiciones para dejarlas como legado a quienes nos sucedan, aunque solo sea para no darlo todo por hecho, completado y finiquitado. Y para muestra ahí tenemos al omnipresente cachopo, esa cosa de la que sacamos pecho sin saber yo la razón, pues dime tú si no hay platos ricos y bonitos para comer en Asturies mucho mejores y sabrosos que ese ladrillo empanado.
Como tampoco tengo muy claro por qué creemos que muchas de nuestras tradiciones son una cosa originalísima nuestra y no la adaptación de otras de otras gentes que hemos copiado, importado y asimilado. Como si las sociedades vivieran aisladas las unas de las otras y no se influyeran mutuamente.
Así que déjenme que ponga en duda la honestidad de los quejidos y las preocupaciones sobre la supuesta pérdida de la identidad de esta ciudad y que mire con recelo las protestas de los ofendiditos y molestos porque en nuestras escuelas xixonesas la chiquillada celebre el Jalogüín y ese día se disfracen y bailen y canten y sean felices y se empachen de caramelos. O que desconfíe de los que refunfuñan porque los comercios se adornan estos días con calabazas y esqueletos. Y lo hago porque vivo en una ciudad en la que cada día contemplamos con indiferencia la desaparición de las sidrerías y los restaurantes que creen que su función es servir comida de calidad y no servir de decorado para Instagram, así como decenas de locales de ocio o tiendas con un profundo arraigo en Xixón para ser sustituidos todos ellos por cadenas de hamburguesas a veinte pavos o restaurantes de ramen precocinado. Por no hablar de la imparable transformación de ese Centro que no es Centro pero al que siempre llamaremos Centro para convertirse en otra copia sin alma y sin pizca de originalidad del resto de los Centros urbanos -que sí son Centros- europeos, todos ellos ya casi indistinguibles los unos de los otros, sacrificados a esa tríada de dioses bastardos del turismo, la especulación y el rentismo.
Porque algo que nunca fue tradición en Xixón fue lo de que nos dé igual que se expulse a los inquilinos de sus casas para convertir estas en pisos turísticos, o las despedidas de soltero que nos invaden cada fin de semana y que transforman esta ciudad en un estercolero y en un desfile de borrachos, o que la mayoría de nuestros barrios sean ya un mero decorado para que los turistas se paseen y saquen fotos como si estuvieran en el zoo. A ver si el problema de la pérdida de la identidad xixonesa no va a ser que celebremos el Jalogüín.
 
 
			 
			 
                                 
                                 
                                 
                                 
                                 
                                 
							 
							 
							 
							 
							 
							 
							 
							 
							 
							