«Joaquín fue un paisano de raza trabajadora y honrada que disfrutaba con la gente y hacía el mundo más agradable»
Hay personas que simplemente pasan por nuestras vidas y hay otras que se quedan en nuestras vidas. Hace casi treinta años que conocí a Joaquín y les puedo asegurar que desde el primer momento no me dejó otra opción que incorporarle para siempre a mi vida. Quienes hayan conocido a este playu socarrón, cargado de fina ironía, de una desarrollada astucia y de una inagotable vitalidad, sabrán de qué hablo.
La primera vez que entré en su almacén de la calle Avilés recibí la primera descarga de afectividad a través de una sonrisa, franca y limpia, que solo perdió cuando la vengativa enfermedad le fue alejando de todo lo que quería y de todas las personas a las que quiso y le quisieron, que fueron muchas. Porque si algo ha dejado Joaquín Rivero es el recuerdo amable, la palabra cariñosa, la sonrisa cómplice, el saludo de un paisano que nunca escatimó el tiempo para una conversación.
Todo esto y más lo saben muy en Tazones, donde nació. También lo recuerdan en el barrio de Laviada, donde vivió. Pero no es extraño que en el Llano o en Ribadesella, Joaquín también es llorado. Porque junto a los sacos de lentejas o un buen queso, siempre acompañó, además de su sonrisa, la disposición permanente a ayudar, a hacer fáciles las cosas, a arrimar el hombro para que otros pudieran salir adelante. Bien lo saben Gloria y Yeni, que al igual que muchas personas tuvieron la suerte de que Joaquín Rivero se cruzase en sus vidas.
Con Joaquín Rivero disfrutabas y aprendías. A mi me dejó claro que no es lo mismo la fecha de caducidad que el consumo preferente o que -esto con la carga de ironía que le caracterizó- no es igual una lenteja pardina que una rubia castellana. Y disfruté mucho en las incontables comidas compartidas.
Sin mucho esfuerzo recuerdo el sabor de la paletilla y el sonido de las risas en el Mesón Los Templarios en Villalcázar de Sirga. Palencia era su otro refugio y Quintanilla de la Cueza el lugar donde por primera vez entré en un palomar. No podré olvidar que en La Sirena de Tazones se come uno de los mejores arroces con andariques (aunque quizás sería más correcto andariques con arroz); que en El Catalín no se pueden perder el arroz con almejas y que no pueden dejar pasar una visita a El Verano.
A Joaquín les gustaba comer, pero realmente con lo que más disfrutaba era viendo la mesa de su comedor llena y alargar la sobremesa entre charlas, risas y algún cantarín.
Joaquín fue un paisano de raza trabajadora y honrada que disfrutaba con la gente y hacía el mundo más agradable. Quiso mucho a su mujer, protegió siempre a sus dos hijas y a su hijo y cultivó eso que ahora se llama empatía y que no es más que el don con el nacen algunas personas como él.
Luchó por aferrarse a esta vida, pero hace tiempo que Joaquín se había ido por una senda que estoy seguro de que le ha llevado a un balcón frente al mar, el de Tazones o el de Gijón, pero frente al mar que tanto le gustaba. Y tampoco faltará en las comidas familiares, ni en el vino antes de cenar.
Hoy lloro la muerte de un trabajador incansable, de un buen esposo y padre, pero no puedo evitar que en la última despedida su irónica sonrisa vuelva una vez más para recordarme que “como un buen Gran Capitán semicurado, no hay nada”. Joaquín Rivero has sido y serás de toda mi vida.