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«Muchas batallas perdidas sufrió este comprometido luthier, Carlos Moreno. Topándose con la ‘moderna cornamusa’ por ese afán de aprender y querer. Dos de los motores para caminar por la vida sin pensar en la parada definitiva: aprender y querer»
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Llegó la gaita a la vida de Carlos Moreno por sorpresa. Hace ya un montón de años. Al igual que la jubilación, que se deslizó recientemente y por sorpresa en un apurado recuento de vida laboral. Hoy Moreno está jubilado y mantiene su conocido taller de hacedor de gaitas en el barrio alto. Lo visita sin la frecuencia deseada. Ya no es morador del barrio. Después de tres décadas más allá de las fronteras de Bajovilla. Y es que su hogar dejó de ser su hogar, vendieron el piso donde pagaba «religiosamente» el alquiler. Su casera, una rentista con cuatro viviendas y dos locales, decidió engordar «un poco más» su patrimonio e «invitar» a Carlos a una mudanza forzosa. Se va Moreno de un barrio sentenciado, ya nunca volverá a ser lo que fue ni por asomo. Seguirá siendo península evocadora para bardos y nostálgicos. Con cigarreras, pescadores, sardineras y Rambal en la memoria veterana, pero con un presente y un futuro de maletas con ruedines como ruido cotidiano, bajos de uso turístico, visitas en grupo recorriendo un decorado hueco de casas sin remedios y adoquines de soledades…
Muchas batallas perdidas sufrió este comprometido luthier. Topándose con la «moderna cornamusa» por ese afán de aprender y querer. Dos de los motores para caminar por la vida sin pensar en la parada definitiva: aprender y querer. Arranque y hacia adelante. Carlos es un aprendiz con pátina de sabio, empezó a enamorarse de la gaita por su cuenta y riesgo. Aprendió a tocarla y, más tarde, se dedicó a fabricarla con mimo en uno de los muchos talleres de artesanos en una ‘Cimata’ que pretendía ser en los 90, por obra y gracia de Tini Areces, barrio de los artesanos. La idea naufragó, igual que aquellos originales museos que gotearon como fino orbayu la geografía astur, abandonados hoy al inmisericorde olvido, salvo contadas excepciones. Moreno tiene piel de cocodrilo, no pierde esa capacidad de resistencia que poseen los buenos y viejos ‘rojos’. Vivió el 23F con inquietud en Madrid, en compañía de sus camaradas de la Liga Comunista Revolucionaria. Los mismos que encabezaban manifestaciones contra la OTAN enarbolando el gigantesco muñeco de ese caballo de Troya llamado Felipe González.
Aprendió el músico y artesano: francés, italiano e inglés quemando neumáticos en su 850 blanco, al que apodaba cariñosamente el huevo cocido. Del Festival de Lorient a los Apeninos, de Braganza a la Escuela Española en Rabat. Charlando amigablemente o impartiendo magistrales clases con fuelle y roncón. Brindando por el universo atlántico y gaitero, «donde hay una cabra hay una gaita». En Italia, Escocia, Turquía, los Balcanes, Portugal, Francia, Galicia, Asturias, Aragón, Mallorca…
Adornando el forro del fuelle con preciados hilos de mantón de Manila, amarillos, verdes, azabaches o azules. Sacando a pasear agiles dedos que acariciaban punteros de madera de medio mundo: granadillo, ébano, palosanto, boj, cerezo…
Tocando en Lugones con su amigo Pedro, «el del tambor». Tomando cafés hasta las tantas con Carmen Lavandera o Anina Hood. Abrazando en su taller al actor Willy Toledo. Formando parte del fagocitador Conceyu de Gaiteros de Asturies. Desaparecido y resucitado al brillo del vil metal. Sufragado en una administración mecida por Sergio Marqués con el apoyo de Xuan Xosé Sánchez Vicente. También a Carlos le colgaron el merecido título de confundador de «Na Señardá», grupo de investigación de la cultura tradicional astur, pasados los años, siguen manteniendo el hálito pese a las aviesas intenciones, sin disimulos, entre los «creadores de sombras». «Vendedores de bálsamos, brebajes y crecepelos». Esos mismos que trocaron clase obrera por clase media, prometiendo regalar disfraces de progresía en celofán de colores…
Esta misma mañana Carlos madrugó con el sol, abrió el portón de su taller, encendió el torno y se acordó, cantando bajito, de Chicho Sánchez Ferlosio: «Se encontraron en la arena los dos gallos frente a frente, el gallo negro era grande pero el rojo era valiente». «Gallo negro te lo advierto, no se rinde un gallo rojo más que cuando está ya muerto». «Ay si es que yo miento que el cantar que yo canto lo borre el viento».
«La única batalla que se pierde es la que no se lucha»