Xixón se nos está descomponiendo dejando como restos carteles combados en un escaparate mudo que nos hace recordar tiempos mejores
Los comercios de nuestras calles son esos tímidos espacios imprescindibles que nos hacen caminar en un lugar comunitario nutrido por recuerdos y sentimientos. Establecimientos que, incluso sin mirarlos, solamente sintiendo su presencia, hacen que recorras los espacios del ayer en el ahora, escarbando en la incontrolable caja de la memoria para buscar rizomas que se entrelazan en la tierra de nuestras ciudades.
Lugares cuyos rótulos se convierten en imágenes atemporales y vivas, como las letras setenteras de Llaneza, retornándonos a los años del impoluto brillo de la inocencia, viéndote, de nuevo, comprando zapatillas a tu abuela, cogido a la mano siempre presente de una madre. O la colorida palabra de Manso, cuya cerámica azul y blanca de la fachada se oscurece con las marcas provocadas por la continua lucha entre el pegajoso olvido y la incansable añoranza de esa candidez perdida entre estanterías repletas de coloridas cajas chillonas.
Una ciudad sin los escaparates proporcionando, no solo luz, superficial recurso, también cercanía, identidad, esfuerzo, trabajo, humanidad, harían de las urbes espacios fríos, alejados de nuestros recuerdos e incapaces de generar otros nuevos con personalidad suficiente. Espacios en donde grandes cadenas sin espíritu, sin historia ligada a nuestras calles, coparán a empujones de capital nuestros lugares emblemáticos, si no lo han hecho ya, apartando a pequeñas empresas que puedan generar ese sentimiento de pertenencia y, por lo tanto, construir ciudad favoreciendo la creación de empleo y el emprendimiento.
La Puerta del Sol en San Bernardo, La Madreña, en Instituto, La Argentina en Munuza… son recuerdos que se han ido, unos primero, otros más tarde, dejando tras de sí profesionalidad, clientela, vivencias y momentos imborrables en el imaginario gijonés. De esa ininterrumpida carrera hacia el mañana, el tan precioso vocablo «ultramarino» desaparece en su belleza a la velocidad que la monotonía más terrestre llega a nuestras calles.
En la avenida Schultz, la pena sostiene, en el vidrio de un escaparate, unas grandes letras azules enmarcadas en el folio blanco imperturbable. Apenada, pero orgullosa, sus palabras gritan que, tras treinta y un años, deberá dejarse tapar por una persiana debido a la situación actual en la que nos movemos. La pena, imposible de no ver en su trazo, me embargó totalmente mientras me alejaba de ese escaparate cada vez más vacío, más triste, más sinsentido. En la escritura de esa nota, fuerte, gruesa, sin titubeos, escrita seguramente con el dolor de un sueño que se escapa, no vi resignación, palabra inadecuada para alguien que tiene el valor de mostrar lo que siente, vi realidad, y eso me asustó. Me asustó porque no nos damos cuenta, los que deambulamos por las calles en días grises, que, sin nuestra participación activa en el mantenimiento de las ciudades, estas se nos mueren, se nos escapan en un sueño como la heroica Vetusta dormitaba la siesta en La Regenta, pero en este caso, el sueño cada vez es más profundo, más cercano al mundo oscuro y sin salida de la Güestia.
Xixón se nos está descomponiendo dejando como restos carteles combados en un escaparate mudo que nos hace recordar tiempos mejores. Un escaparate que antes, jubiloso, enseñaba los productos, la ilusión, la profesionalidad de quienes lo regentaban. Espacios de uno, pero de todos. Espacios compartidos de ciudad. No quiero decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, ese es el escudo de los anhelantes soñadores del ayer, simplemente siento que me roban el mío, el de mi generación, y creo que, en ese hurto paulatino, todas las personas perdemos, dejándonos sin la plasmación física de aquellos años en donde llevabas manuscrita la nota de la compra de tu madre acompañada por los cascos de La Casera o de Coca Cola, para retornarlos por unas pesetas, fomentando una palabra todavía demasiado lejana, reciclaje.
El comercio es ese conocido que te encuentras siempre en la misma esquina, en el mismo lugar de la calle, esperando a que llegues a su lado, a que te pares y comentes con él lo ocurrido durante estos días que han pasado. En esa mezcla de conversación entre lo que miras y lo que espera pacientemente tu veredicto, está la parte que todo escaparate tiene, esa parte de espejo donde todos nos miramos para ver nuestro exterior, mientras los productos intentan jugar con nuestros interiores. El espejo se está rompiendo por ese ser supremo que es el dinero. Se nos rompe la cadena que une las aceras con nuestro sentimiento de pertenencia mientras, jugando al mejor postor, eliminamos de las fachadas aquello que nos susurra sobre la ciudad en la que estamos. En esa peligrosa subasta repleta de uves dobles, buscando el ahorro individual, nos condenamos, en cada puja cada vez más baja, como colectivo.
Frente al cartel enunciador de un futuro descorazonador hablando en la avenida Schultz, una conversación, sepultadora de esperanzas, sobre las compras en esa red impersonal, ladrona de todo hasta de nuestros datos, pero imprescindible en el día de hoy, me abordó hace unos días. Por un lado, palabras defendiendo el futuro de un comercio de cercanía, defendiendo un imprescindible agente de construcción social, defendiendo el ayer, el hoy y el mañana. En la otra esquina del ring, un luchador más fresco, menos gastado, más acorde con la deseada inmediatez del hoy, rapidez y consumismo a golpe de clicks. Agentes sociales y económicos, espacios de consumo más responsable, dinamizadores de comunidades y barrios, contra el ahorro individual que no contempla el futuro gasto personal que eso acarrea. Al final de la conversación, entendiendo mi receptor de inquietudes y perplejidades el perjuicio que se le produce al comercio de proximidad con cada compra en los portales de grandes multinacionales impersonales, me dijo “ya, pero es así”
Eso, solo lo puedo llamar conformismo, o bien justificación propia de un acto que se sabe inadecuado, pero, dejándose engullir por la corriente impulsada por el dinero y falso ahorro, se siente protegido al encontrarse dentro de un colectivo comprador de pantallas, a salvo de tener que justificar una conducta considerada perjudicial, mirando no lo individual sino el conjunto. Ante el orgullo de un cartel y el egoísmo de una compra sabedora de las pérdidas que provoca para el todos en un mañana cada vez más cercano, me quedo con el cartel. Ante el ahorro de unos pocos euros y el mantenimiento del empleo y del comercio que te llama por tu nombre, me quedo con lo segundo. Ante la impersonal sonrisa sin rostro y la conversación de un tendero mientras te pesa la fruta, me quedo con su mirada no con un cartón tatuado.
Esto no es una lucha contra las grandes empresas, no. Esto es una manera de entender mi realidad cercana. La convivencia de las dos formas de consumo, en el mundo de hoy, debe y tiene que ser posible, siempre que la voracidad de la sonrisa no consuma la boca por donde respira la ciudad, y, para ello, todos y todas debemos mirar a esos escaparates esperando, pacientemente, que traspases sus puertas para disfrutar del buen hacer y profesionalidad de quienes lo regentan. Si no lo hacemos, con una sonrisa nos estarán quitando el alma.
Un gran artículo. Me encanta la reflexion
Tus artículos me dejan en una situación de desahucio anímico y moral,que me hace reflexionar sobre lo que estamos haciendo con este mundo que se nos va destruyendo cada año que pasa. Un gran artículo como todos los que escribe usted.