Xixón es una y mil ciudades dentro de sí misma. Es pasado, presente y futuro conviviendo. Es memoria y es promesa. Es acogedora y hostil, vanguardia y reacción, es mar y horizonte pero también contaminación, humos y ruido. Es un ente vivo, contradictorio
Creo que no hay imagen que me guste más que ver desde la autopista las luces de Xixón al anochecer. Da igual que vuelva de un viaje largo o de pasar un par de horas a pocos kilómetros, lo cierto es que cuando veo que me acerco a la ciudad, que en ese momento no es más que un espectro iluminado, una promesa de luz, siento que ya estoy en casa. Cuando era una cría Xixón era para mí la medida de todas las cosas, pues todas mis experiencias comenzaban o acababan en ella. Con los años viajé y, aunque nunca conocí la soledad de los paquebotes, tuve la suerte de poder ver y vivir en otras ciudades, en otros mundos, con otras gentes. Pero también tuve la suerte de poder regresar a casa. De tener un hogar. Y, como Odiseo, en el regreso siempre me encuentro una ciudad diferente, una ciudad que ha mutado.
Xixón es una y mil ciudades dentro de sí misma. Es pasado, presente y futuro conviviendo. Es memoria y es promesa. Es acogedora y hostil, vanguardia y reacción, es mar y horizonte pero también contaminación, humos y ruido. Es un ente vivo, contradictorio. Pasear por Xixón es poder sentir las huellas de las otras ciudades que una vez fueron y las ciudades que son, las que ella nunca pudo ser y las ciudades que quiere ser: ciudad obrera, pobre, sucia, ciudad marinera, ciudad que abrió los brazos a los migrantes en los años sesenta, ciudad que jugó a ser burguesa a finales del siglo XIX, ciudad que coqueteó con la modernidad en los años noventa, ciudad de los despilfarros de los años dos mil, ciudad que tapó su horizonte con cemento, grúas y carbón, ciudad que vive de espaldas a sus barrios, ciudad casi sin niños, ciudad que apostó por los centros cívicos y las bibliotecas municipales, ciudad de los coches, ciudad de bicicletas y peatones, ciudad del Sporting, ciudad del deporte de base, ciudad próspera de yates en el Puerto Deportivo, ciudad de personas sin techo cuya muerte pasa desapercibida durante días, ciudad de perros, ciudad con tres parques hermosos y sin embargo la ciudad con el mayor número de muertes causadas por la falta de zonas verdes, ciudad que mira a la playa, ciudad que se olvida de la zona rural, ciudad de los recrecidos en los edificios, ciudad de los pisos turísiticos, ciudad que expulsa a sus jóvenes, ciudad moderna, ciudad rancia, ciudad abierta a todo el mundo, ciudad racista, ciudad de precios desbocados, ciudad que ser ríe de todo y de ella misma, ciudad que se toma demasiado en serio, ciudad del “pago yo”, ciudad pija y desclasada, ciudad quiero y no puedo, ciudad que en muchas ocasiones me exaspera, ciudad a la que siempre regreso. Mi casa.
Y, como pasa con todas las cosas que amo, la relación que tengo con Xixón es compleja, y está llena de altibajos. Unos días estoy enamorada de ella y otros me enfada y me frustra; y sin embargo no puedo imaginarme vivir alejada de Xixón por mucho tiempo. Aquí está mi familia, mis amigos, la memoria de los que se fueron y la promesa de futuro. Ocupados como estamos en vivir nuestras pequeñas pero maravillosas vidas, en madrugar, llegar a tiempo con las fechas de entrega, trabajar, encontrar aparcamiento cuando no queda más remedio que coger el coche para bajar a ese centro que no está en el centro, hacer la compra, pasear al perro, practicar yoga bajo un árbol en Los Pericones, tomar el vermut los domingos en el sitio de siempre con la gente querida, caminar por el Muro, mirar escaparates, gastarse tres euros en el postre de moda y no dejar ni las migas, ver el anochecer en la Cuesta del Cholo, añorar el arroz con leche del Pueblu d’Asturies, encontrarse con los amigos en la cola de una película random durante el FICX, ir a ver a los patos de Isabel la Católica… Olvidamos que en Xixón también se pelean las grandes batallas del siglo XXI, como el cambio climático, la necesidad de apostar por ciudades para la gente y no para los coches, la turistificación y la gentrificación, el acceso a la vivienda, el envejecimiento de la población, la precariedad de los salarios o la lucha contra la desigualdad…
Porque Xixón no es ajeno a los estertores de este mundo viejo al que le está costando desaparecer ni a los miedos que genera la incertidumbre que nos esperan en el mundo nuevo que se resiste a nacer. Nada nos es extraño, ni el peaje del Güerna que convierte en un lujo poder salir de Asturies, ni el lawfare que se burla del estado de derecho y la separación de poderes, ni la deriva terfista del feminismo socialista cuyo discurso y argumentos apenas se distinguen de los de la reacción, ni la pelea por la reducción de la jornada laboral, como tampoco lo son los desvaríos de Trump con Canadá y Groelandia, el genocidio de Gaza o la invasión de Ucrania. Pequeña y olvidada, como lo está también el resto de Asturies, cualquier vaivén internacional o nacional acaba siempre influyendo en nuestras vidas, en nuestro bienestar o en nuestra visión de la vida y el mundo.
Xixón fue antes que nosotros y seguirá siendo una vez que ya no estemos, y cada uno de nosotros dejará una huella en ella. Todos los días la estamos construyendo, lo hacemos entre todos, a través de decisiones, individuales y colectivas, que afectan a esta ciudad, a su presente y a su futuro y a todos los que vivimos en ella y que seguimos creyendo que esta ciudad es, para bien o para mal, la medida de todas las cosas.