La polarización que vivimos, los populismos, la división social, la imposibilidad de escuchar al que piensa diferente, está haciendo de la política un factor de riesgo cuyo altavoz es tan potente que incluso hablar de ella entre familiares y amigos puede provocar malestares y enfados
Desde hace demasiado tiempo hemos normalizado la violencia como un elemento más de nuestra realidad cotidiana. Comemos mirando los crímenes contra la humanidad de Gaza, escuchamos las muertes de un país invadido, Ucrania, olvidamos las guerras existentes en África, vemos tan solo números en las muertes de mujeres provocadas por una sociedad patriarcal, contemplamos los golpes de aficiones ultras en deportes idolatrados… todo con una naturalidad asombrosa, rodeados, generalmente, de una pasividad reflejo de lo llegado como seres humanos. Hemos convertido la violencia como elemento de nuestro día a día, pero no solo la violencia física, también, y con más permisividad, la verbal. Nos rodeamos de insultos, de menosprecios, de denigrar con el lenguaje al que piensa diferente, elevando nuestra tolerancia ante la agresión lingüística de manera tan exagerada que un “me gusta la fruta”, dicho a un presidente de Gobierno, es llevado a la chanza y la broma. Deberíamos darnos cuenta de que ese incremento público del insulto, esa normalización de la agresión, es un peligroso caldo de cultivo para las relaciones con el diferente, algo que es, cuanto menos, preocupante.
El reflejo de esta situación lo vemos incluso dentro de nuestra cotidianidad, de nuestra cercanía. El aumento de la polarización, y con ella la facilidad de la aparición del desencuentro que se salga de los marcos adecuados para la discrepancia, provoca miedos ante la disparidad de maneras de mirar el mundo entre las personas que nos rodean. Hace unos días, sin ir más lejos, en uno de mis grupos de WhatsApp se propone no hablar de política por si podría llegar a provocar el malestar y los enfados dentro de las pantallas. ¿Nos estamos convirtiendo en eso? Si la discrepancia, las distintas opiniones son motivo de enfados entre personas que tienen una relación entre ellas, ¿cómo no se va a multiplicar entre gentes que no se conocen? ¿cómo es posible que no se pueda hablar de diferentes maneras de entender elementos como la inmigración o la violencia machista sin que, en un grupo donde existen relaciones afectivas, se provoque la confrontación hasta el punto del enfado? El ser humano se basa en el lenguaje para ver, entender y comprender el mundo, si ese lenguaje solamente puede ser utilizado para relacionares con quienes ven, entienden y comprenden el mundo de la misma manera que uno mismo, estamos empobreciendo nuestra mirada. Si ante la discrepancia alejamos la mirada, estamos empobreciendo la sociedad.
Esta pequeña ventana donde comparto pensamientos y opinión, como les ocurre a muchas otras personas que escriben en espacios abiertos y plurales, provoca, en muchas ocasiones, comentarios despectivos en las redes que van desde aquellas que consideran que tengo un problema sexual a tildarme de despreciable, pasando por cateto, impresentable o cansino, y esto, sin conocerme, solo por escribir, solo por argumentar aspectos de la realidad, solo por decir. Anticipándome al posible comentario de que algunos nos creemos que la moralidad es propiedad exclusiva de la izquierda y pensamos que los improperios provienen tan solo de las personas con pensamiento más conservador, decir que la misma situación, parecidas agresiones, ocurren también con aquellas escribientes que entienden el mundo de diferente manera a la mía. Ellas, de igual modo, son increpadas por mostrar su pensamiento, son insultadas, les llueven improperios amparados por el anonimato. En ambos casos, ante el argumento, la sencillez del insulto, ante las opiniones, la agresión, ante el pensamiento diferente, el desprecio. En ambos casos es intolerable.
A medida que vamos subiendo de repercusión y de canal de difusión, la problemática se magnifica hasta llegar al más alto nivel: la clase política, los representantes públicos. El clima al que estamos llegando en lugares en donde la palabra debe ser la llave que provoca el entendimiento es peligroso para las democracias. Hemos presenciado hace pocos días el atentado contra Donald Trump, curiosamente alguien que basa su discurso en la violencia, la intolerancia y la agresión, unos meses atrás el primer ministro eslovaco, Robert Fico, sufrió un ataque que casi le cuesta la vida. Ambos, sin titubeos, son atentados a la democracia, son atentados a nuestra convivencia. No se me puede considerar seguidor de las ideas de uno ni de otro, pero sí defensor de la mejor forma de convivencia social conocida: la democracia. Que impresentables justifiquen en las redes cualquier ataque, como se ha hecho en los dos casos, es un ejemplo claro de la decadencia en la manera de entender al diferente. Es un ejemplo claro de que nadie está a salvo cuando el odio empieza a campar a sus anchas. Acercándonos a nuestro país, lejos, de momento, de la ocurrido en Eslovaquia y EEUU, vemos con preocupación la normalización de la violencia verbal, la agresividad en nuestra realidad política. Hace poco tiempo un muñeco asemejando al presidente de nuestra nación fue apaleado en una vía pública, sin críticas por el resto de líderes políticos de la derecha. Esta pasividad de las cúpulas de algunos partidos del espectro político es un reflejo de lo que están ayudando a provocar, un clima encrespado al que se le unen sus miles de eslóganes difamatorios gritados al aire. Quien ostenta la representación pública de unas ideas, de cualquier espacio, debe ser tremendamente respetuoso con el diferente. Usar las palabras para difamar, usar el lenguaje para despreciar al contrincante político, comportarse en límites traspasados frente a los medios, insultar en el Congreso, lugar de la palabra, incendiar en los mítines ante los fieles o en sus perfiles de redes sociales, provoca un enorme riesgo a pasar de la palabra a la violencia física en cualquier momento.
Elevar el umbral de tolerancia ante la agresión verbal no deja de ser una peligrosa aproximación a la violencia física, hacerlo dentro del pilar de la democracia, en el Congreso, es un riesgo demasiado temible. Aunque siempre hubo insultos provocados por la tensión dialéctica, en el recuerdo nos queda el “gilipollas” gritado por Labordeta y su “a la mierda, joder” dedicado a los parlamentarios del PP, quedan muy lejos de “sudaca”, “traidor”, “tucumano”, “tonto” lanzado por los representantes de VOX en la Cámara durante el debate sobre la Ley de Amnistía o el “vete a tomar por culo” gritado a Rufián desde la bancada popular. La polarización que vivimos, los populismos, la división social, la imposibilidad de escuchar al que piensa diferente, está haciendo de la política un factor de riesgo cuyo altavoz es tan potente que incluso hablar de ella entre familiares y amigos puede provocar malestares y enfados. Esperemos que ese altavoz vuelva paulatinamente a parecerse a los discursos no tan lejanos donde la riqueza de nuestro lenguaje se usaba como herramienta de posiciones y anzuelo para consensos y acuerdos.
Terminando, y poniendo un punto de esperanza en este mar de violencia, silenciosa o a la vista, en que nos encontramos, hace unos días pude disfrutar de una película maravillosa “En un mundo mejor” de Susanne Bier, donde el tema principal es la violencia y la manera que tiene el ser humano de responder ante la misma. A través de una consecución de momentos en la vida de Antón, médico que desarrolla su labor en algún campo de refugiados africano, y su familia danesa, nos permite contemplar diversos modos de violencia y cómo afrontarla desde la venganza, el miedo o el perdón. Si las imágenes del campo de refugiados no son distintas a cualquier otra vista en nuestras pantallas de 55 pulgadas de las tiendas de plástico de Gaza donde se agota el agua y la comida, donde la humanidad lucha por sobrevivir por la sinrazón de un país invasor, la realidad a la que se enfrenta su hijo en un centro educativo también ocurre de manera callada en los colegios de todo el mundo: el acoso escolar. Estos dos elementos son claramente visibles, pero también la película trata de otra violencia, más silenciosa, más difícil de gestionar por las personas que vivimos en el mundo superficial del hoy: la violencia ante uno mismo y el posible suicidio ante la imposibilidad de controlarla. Christian, amigo del hijo de Antón, es incapaz de asumir la muerte prematura de su madre, como de comunicar lo que siente al padre, provocando que su dolor se traduzca en, para mí, el más duro conflicto de la historia narrada por la directora, mujer, cuya mirada, su género, es básico para hacernos disfrutar con sutil maestría en la tensión.
Médico en un campo de refugiados, alumnado de clase alta, familias acomodadas, dolor incomprendido, falta de comunicación entre personas, la historia narrada en “En un mundo mejor” nos cuenta la fragilidad de la sociedad del hoy, aparentemente correcta, pero con enormes lugares para la ruptura, para la violencia en segundos. Políticos, representantes públicos, lectores y lectoras de medios y de redes, grupos de WhatsApp, lugares en donde la fragilidad siempre está presente, pero tenemos la palabra como puntal para el diálogo, como amalgama ante las fisuras, como cemento contra la violencia. De nosotros depende la recuperación de la discrepancia.