
Por Marcelino Llopis Pons
«El turista se marchaba agradecido y, aunque ahora estuviese más perdido que antes de preguntarte, se creaba un vínculo. Un momento humano. Una anécdota. Podías volver a casa y sentirte bien al pensar: ‘Hoy he hecho algo útil'»

Antes, los turistas eran como gatitos perdidos: simpáticos, un poco torpes y siempre necesitaban que alguien los sacara de un apuro. Llegaban a tu ciudad y se quedaban en mitad de la calle con un mapa desplegado del tamaño de una valla publicitaria de autopista (que, para intentar plegarlos de nuevo a su forma original, necesitabas un doctorado por el MIT en física de partículas).
Pero cuando ese mapa, la brújula e, incluso, el astrolabio fallaban… Entonces te miraban con esa mezcla de desesperación y esperanza: «¿Me ayudas?».
Ahí era tu momento de gloria. Te sentías como un sherpa del Himalaya, pero en chanclas. Les dabas indicaciones con tanto detalle que podrías estar perfectamente guiando el aterrizaje de un avión: «Gira a la izquierda, luego tres calles recto, y de ahí trece grados a la derecha…». El turista asentía con la misma expresión que yo tendría si un sumiller me contara la biografía de una uva: sonriendo educadamente mientras pienso si puedo pedir ya una cerveza.
Si, además, había barrera de idioma, desplegabas tu mejor spanglish. Y si eso no funcionaba, pasabas a la técnica internacionalmente reconocida: repetir lo mismo, pero cada vez más alto. Porque, como todo el mundo sabe, el problema de que un japonés no entienda castellano es que no te ha oído lo suficientemente fuerte.
El turista se marchaba agradecido y, aunque ahora estuviese más perdido que antes de preguntarte, se creaba un vínculo. Un momento humano. Una anécdota. Podías volver a casa y sentirte bien al pensar: «Hoy he hecho algo útil. He salvado a alguien de acabar en la depuradora en vez de en las termas».
Pero ahora… Ahora no. Ahora tienen Google Maps: una aplicación que les dice exactamente dónde están, cómo llegar y hasta cuántos pasos faltan, con la precisión de un neurocirujano. No necesitan hablar con nadie. No necesitan preguntar. En definitiva, ya no nos necesitan, ya no nos hacen sentirnos bien.
Y como en cualquier relación agotada, sólo vemos ya la parte negativa: el tráfico imposible, las aglomeraciones absurdas y que encontrar sitio para aparcar es más difícil que ver, no ya un unicornio, sino toda una manada. Y de ahí nace la ‘turismofobia’.
Pero también es malo para el viajero, porque viajar se ha convertido en un paseo solitario, sin interactuar con nadie del lugar. Se acabaron las conversaciones absurdas, el esforzarse en aprender palabras del idioma a dónde vas y, lo peor de todo, se han acabado las anécdotas dignas de ser contadas a la vuelta.
Así que sí, gracias, Google Maps. Has matado el turismo. No por las multitudes o el tráfico… Sino porque has hecho que viajar sea como comprar un LEGO ya montado: lo tienes, pero le has quitado la diversión de construirlo.