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La vieja escuela

Eduardo Infante por Eduardo Infante
23/01/22
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La búsqueda de la experiencia inmediatamente placentera se ha convertido en un objetivo tan importante en nuestra educación que, como reza el mantra que repiten los gurús de la «nueva escuela»: los contenidos no importan

firma espacio vacio

Nuestras escuelas parecen cada vez más obsesionadas con convertirse en agencias de colocaciones futuras. Desde diferentes sectores de la sociedad, se recalca con insistencia que la función de la escuela debe ser la de formar a los jóvenes para unos trabajos que hoy nos son desconocidos. Las empresas tecnológicas advierten continuamente, en los foros sobre educación, que «el 65 % de los niños que empiezan hoy primaria tendrán que trabajar en empleos que aún no existen». No deja de sorprender la exactitud del porcentaje de este oráculo. El caso no solo es, que el futuro laboral que auguran las grandes corporaciones tecnológicas, y al que debería someterse nuestra escuela según ellas, suele coincidir con sus intereses comerciales y sus planes estratégicos; sino que se empieza a imponer la idea de que no existe un ideal de ser humano y de ciudadano que nuestras escuelas deben desarrollar. Nuestros jóvenes ya no han de aspirar al pleno desarrollo de su naturaleza humana, a ser personas íntegras, a ser buenos ciudadanos; tan solo deben ambicionar una competencia laboral en un fluctuante mercado, mientras, eso sí, lo pasan bien. Porque en lo que la «nueva escuela» parece estar interesada es en evitar el aburrimiento de la rutina y el hábito (elementos indispensables para educar la virtud); lo que ahora importa no es saber sino saber hacer y ese saber hacer debe ser divertido, porque, si el sujeto se divierte confundirá el ocio con el negocio y así, trabajará más y mejor. La búsqueda de la experiencia inmediatamente placentera se ha convertido en un objetivo tan importante en nuestra educación que, como reza el mantra que repiten los gurús de la «nueva escuela»: los contenidos no importan. Y no se equivocan, ¿qué valor tienen los conocimientos inútiles en una sociedad que ha reducido lo valioso a lo útil y lo útil a aquello que sirve al sistema productivo para aumentar el beneficio económico? En la escuela de hoy no tienen cabida Sófocles, Tucídides o Plutarco porque su lectura es difícil y exige un sobresfuerzo que no compensa ya que poco y mal pueden estos envejecidos textos enseñar a nuestros hijos cómo trabajar en el mundo, ya no de hoy, sino de mañana. No nos confundamos, la verdadera justicia social no es la que pone un Ipad en las manos de un niño de un barrio obrero, sino, como dice el filósofo Diego S. Garrocho, un libro de Séneca. 

La «vieja escuela» siempre estuvo preocupada en educar  la virtud, porque de lo que se trata no es de que el alumno llegue a actuar bien, a ser competente diríamos hoy, sino sobre todo, que sea bueno. No educaba para el mundo laboral, sino para la vida. Educar es enseñar a vivir dignamente. Educar es no abandonar al alumno a cualquier forma de vida, menos aún a las más indignas: la del bruto ignorante, la del malvado o la de infeliz, sino elevarlo a una vida auténtica y plenamente humana. 

Homero educaba el corazón. En su proyecto pedagógico estética y ética vienen a ser lo mismo y, por ello, su arte tiene el extraordinario poder de conmocionar y provocar una conversión total de la persona. Las historias de sus héroes, prototipos universales, construyen la forma más elevada de humanidad. Y, precisamente por eso, Homero no solo ha sido el educador de Grecia, sino que sigue siendo a día de hoy, y seguirá siéndolo, el maestro de la humanidad entera, mientras queden seres humanos poblando este minúsculo punto del cosmos. Nadie como Homero ha conocido nuestras entrañas, las aspiraciones de nuestro corazón y los dolores de nuestra alma. Ningún homo sapiens ha tenido una visión más noble de la existencia y ha sabido qué es lo que nos mueve y nos une.

Aunque la actual ley educativa ha suspendido de empleo y sueldo a Homero y a Sócrates, mientras haya alguien que sepa leer su griego no se apagará en nosotros ese fuego que nos impulsa a amar todo lo noble, digno y elevado que hay en el mundo.

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eduardo infante arbol de la sidra

Eduardo Infante
Filósofo y profesor

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