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Ladrillo y Carroña

Monchi Álvarez por Monchi Álvarez
24/10/25
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«El Truenín», hijo de Teresa «La Pimientos» y de Félix «El Truenu», quiso volver pasados los años (con apariencia de siglos) a ese barrio-pueblo, comido por el salitre y las ratas, que fue su primer patio de juegos


Gijón era una ciudad desconocida para él. Y Cimavilla se había convertido en otro barrio, con otra gente y diferentes aromas y sabores de los que «Truenín» conoció en su infancia y juventud. Carlinos «El Truenín», hijo de Teresa «La Pimientos» y de Félix «El Truenu», quiso volver pasados los años (con apariencia de siglos) a ese barrio-pueblo, comido por el salitre y las ratas, que fue su primer patio de juegos. Probó fortuna en la mar, como su padre, pero él no estaba hecho para la miseria y una semana después del asesinato de su amigo Rambal, dejó atrás ese territorio comanche que vivía a espaldas de Bajovilla y se embarcó rumbo al destino más lejano que pudo encontrar.

Pescó bacalao en las Islas Feroe, trabajó a ritmo de esclavo en una plataforma petrolera en el Mar del Norte. Y en Oslo conoció, en una larga noche, a Analía, una resolutiva mejicana con descaro para regalar que hechizó por completo, con su luminosa sonrisa, al bueno de «Truenín». Analía y Carlinos se casaron al año siguiente en Acapulco, disfrutaron los enamorados de un banquete que acogió a más de mil invitados, brindando por la feliz pareja, que recibió el abrazo de una suave brisa del Pacífico antes de darse el penúltimo beso de la madrugada. Analía era la hija menor de un conocido empresario mejicano, mafioso decían algunos.

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El tipo hizo dinero gracias a su privilegiado olfato y alguna mordida en «los procelosos mares» del petróleo y la construcción. Se instalaron Analía y «Truenín» a todo lujo en la Gran Vía de la capital, en un piso enorme comprado por papasito antes de hacerse socio del Real Madrid y visitar asiduamente el palco del Bernabéu y el hogar de su hija y aquel asturiano «hijo de la gran chingada» con suerte. Cansado, asqueado del océano de tiburones que le tocaba vadear, Carlinos se divorció de Analía a los dos años de la espectacular boda, y quiso regresar, casi medio siglo después, a su lugar o el que creía su lugar en el mundo: Cimavilla…

«Truenín» escuchaba prudente las conversaciones cruzadas en el vermú de Las Ballenas, mientras removía el azúcar de su café con leche en vaso sidra. Los parroquianos hablaban del turismo que acabaría con el barrio entero, de los alquileres por las nubes y esos precios disparados de unas casas pequeñas construidas con materiales baratos, pasto hoy de especuladores llegados desde cualquier confín del universo mundo. «Truenín» ya no tenía casa en Cimavilla, entre hijos, primos y sobrinos derrumbaron y malvendieron las paredes de su infancia. Y Carlinos, pasados los sesenta con creces, ya no quería pelearse con nadie. Pidió el hijo del «Truenu» un segundo café con leche y siguió buscando, con afán y leve esperanza, hogar en el barrio alto. Repasaba todas las páginas de inmobiliarias habidas y por haber.

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En Honesto Batalón, la primera o última calle de la ciudad, según se mire, se topó con tres ofertas «asombrosas»: un alquiler de 1900 euros al mes, fechado en septiembre. Destinado, seguramente al alquiler vacacional extranjero. Otro en la misma calle, trastero o zulo con pretensiones, 43 metros cuadrados, una habitación y un baño. En venta por 195000 euros. Y la tercera vivienda que encontró «Truenín», también en Honesto Batalón. Un segundo de 52 metros cuadrados y dos habitaciones por 125000 euros. Vendido el inmueble con inquilino incluido, anunciado como oportunidad de inversión. El ataud-hogar, ese nuevo concepto del capitalismo, la nuda propiedad. Se vende un 30 o 40 por ciento «más barata» la propiedad y te puedes quedar a vivir allí hasta que te saquen con los pies por delante.

Ladrillo y carroña, ladrillo y carroña eran las dos palabras que repetía mentalmente Carlinos «El Truenín». De repente se levantó de la mesa, guardó el móvil en su bolsillo, pagó los dos cafés, ganó la puerta del chigre y encendió un cigarrillo. La primera calada le humedeció los ojos, en la segunda vio a un cura cruzando con prisa hacia el muelle. Qué curioso, su padre, Félix «El Truenu» nunca embarcaba si esa misma mañana vislumbraba un cura por el muelle. «Atraen la mala suerte», decía. Y puede que no le faltara razón. Esos que van de negro y con alzacuellos no dejan de ser otros especuladores, de la resignación, del sueño eterno, de la inmortalidad…

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