«Las cocciones lentas nos liberan del estrés y de la ansiedad. Cada bocado y cada sorbo nos devuelve a un instante que cobra sentido en sí mismo y con ello se hace eterno. Y cuando la boca goza lo hace también el alma«
En una sociedad que ha reducido la virtud a mera profesionalidad y que ha acotado el campo de desarrollo personal al mundo de la productividad, la mesa de trabajo se ha convertido en el centro a partir del cual construimos nuestra existencia. La mesa de trabajo absorbe, como un enorme agujero negro, todo aquello que cae dentro de su campo gravitatorio: la amistad, la salud, el disfrute de los sentidos, la risa estridente, la familia, el diálogo sosegado, el paseo por el simple placer de pasear, la lectura que atrapa hasta bien entrada la noche, la contemplación, la broma y, en definitiva, todo aquello que no se puede transformar en dinero.
La mesa de trabajo lo subsume todo; o lo incorpora como un nuevo engranaje para producir más y a mayor velocidad; o lo aniquila por ser un estorbo para sus fines. O se es un medio para la mesa de trabajo o no se es. Y a la postre, nosotros mismos terminamos siendo un apéndice más de la mesa de trabajo. Vendemos nuestra dignidad para acabar formando parte del material de oficina. Junto al equipo informático, los bolígrafos y los portadocumentos, aparecemos nosotros como una cosa más, como una cosa entre las cosas. Cuando la mesa de trabajo nos atrapa, nuestra dignidad queda reducida a la de un consumible, un recambio.
Hacer de la mesa de trabajo el lugar donde alcanzar la plenitud humana ha provocado que terminemos autoexplotándonos. Ya no es ningún jefe despiadado el que nos obliga a mendigar tiempo a nuestra familia, nuestros amigos o nuestra salud para ofrecérselo a la mesa de trabajo; sino que somos nosotros mismos los que se lo robamos porque nos hemos creído que es allí donde vamos a crecer. Hemos comprado la idea de que el mundo laboral es el único escenario en el que nos podemos desarrollar como seres humanos. Buscamos ser profesionales excelentes en lugar de seres humanos excelentes. Pero la mesa de trabajo no nos cultiva sino que, como una mala hierba, crece de forma agresiva impidiendo nuestro natural desarrollo. Se bebe nuestra agua y se ceba con nuestros nutrientes. Nos va secando, poco a poco, con depresión, estrés y ansiedad, hasta que, convertidos en rastrojos, nos quemamos.
Pero existen otras mesas. Frente a la de trabajo, la mesa de la cocina es un lugar éxtasis, palabra que en su etimología remite a una desviación, a un salir de uno mismo, a un desplazamiento hacia el otro; y cuyo significado es un estado del alma caracterizado por un intenso sentimiento de alegría, de placer y de gozo. En la mesa de la cocina nos encontramos con el otro, con el amigo, con el familiar, con el huésped. En la mesa de la cocina discurre otro tiempo diferente al de la productividad: no se pueden acelerar los procesos sino que cada alimento nos marca su tempo y, con ello, su melodía, a veces dulce, a veces amarga o ácida, pero que siempre nos hace bailar. Las cocciones lentas nos liberan del estrés y de la ansiedad. Cada bocado y cada sorbo nos devuelve a un instante que cobra sentido en sí mismo y con ello se hace eterno. Y cuando la boca goza lo hace también el alma. Pero la boca no sabe gozar sola y por ello, la mesa de la cocina, a diferencia de la mesa de trabajo, no puede ser mesa con una sola silla. Alrededor de la mesa de la cocina se disponen asientos que provocan encuentros. Sobre la mesa de la cocina se guisan conversaciones, chistes, risas, amores, sueños, confidencias, consejos y todo aquello para lo que se necesita más de uno. En la mesa de la cocina nos damos al otro y con ello, en lugar de secarnos, nos enraizamos con más hondura, nos nutrimos de la vida en común y germinamos hacia la mejor versión de nosotros mismo. Por ello, la mesa de la cocina, y no la de trabajo, debería ocupar el lugar central de nuestras existencias.