Armando Palacio Valdés escribió ‘La aldea perdida’ sobre el valle de Laviana, pero podría haberlo escrito sobre Roces, la aldea que se convirtió en poblado que se convirtió en barrio de una enorme ciudad. Tres vidas tuvo Roces, que dejó de aparecer en el nomenclátor de parroquias en 1986, año en que sus habitantes quedaron incluidos dentro de la villa de Gijón

El lector se habrá fijado muchas veces. Allá donde la A-8 se cruza con la AS-II, hay una isla; un islote pequeño pero agreste, alto, acantilado, rodeado, no de la mar océana, sino de carreteras atestadas de coche, como en un cuento distópico de Ballard. Imposible acceder caminando: uno se ha fijado atentamente todas las veces que ha pasado por allí durante lustros, y nunca ha podido localizar sendero alguno. Es, sí, una isla, selvática y misteriosa. Deshabitada, pero no lo estuvo siempre: en su parte más alta, entre las zarzas, se yergue una misteriosa casona solariega, que trae a la memoria el castillo encantado de ‘La isla negra’, la aventura de Tintín. ¿De noche se oye ulular a los fantasmas en su interior? Tal vez así sea, pero nadie lo oiga, amortiguado el ululato por el ruido de los vehículos. O tal vez lo oigan en Roces, el Roces que fue creciendo hasta llegar al borde del acantilado contrario, al otro lado de la carretera, el Roces que un día fue una pequeña aldea, de la que era la parte noble aquella casona o la residencia familiar de los duques de Riánsares. De esta última, leemos que el globo Alcotán, que el 22 de julio de 1905 hizo un viaje desde la fábrica del gas hasta Lugones, descendió hasta casi tocarla al pasar por encima. Jesús Fernández Duro, su tripulante, debió de recrearse, al sobrevolar la zona, en esto que evocaban unos versos de 1960 de Alfonso Camín, el hijo más ilustre de Roces, con permiso de Juanele y de Cote: «los valles prolongados, los ríos molineros/ la noche en los caminos, los cantos carreteros/ de Roces a Tremañes, de Ceares a Somió».
La casona insular es la Torre de los Valdés y los Bandujo, construida en el siglo XVI, de tres plantas. No hay muchos edificios con esa antigüedad en Gijón, incluso desde lejos se ve bien que se trata de un palacio imponente, con su escudo en alto, y cuesta creer que se abandonara y se condenara a la ruina de semejante manera, pero así es el progreso: un dios que requiere sacrificios, a veces dolorosos, en pos del beneficio mayor de una autopista. Armando Palacio Valdés escribió ‘La aldea perdida’sobre el valle de Laviana, pero podría haberlo escrito sobre Roces, la aldea que se convirtió en poblado que se convirtió en barrio de una enorme ciudad. Tres vidas tuvo Roces, que dejó de aparecer en el nomenclátor de parroquias en 1986, año en que sus habitantes quedaron incluidos dentro de la villa de Gijón.
Una roza es en asturiano una tierra que se limpia de maleza para poder trabajarla, y de ahí —de su plural— viene el nombre de la antes parroquia y ahora barrio, que comenzó a serlo en los años cincuenta. Entre 1953 y 1959 se levantaron 120 viviendas obreras en los alrededores de la avenida que hoy se llama Salvador Allende, pero cuyo primer nombre fue Ronda de la Constructora. La constructora era Nuestra Señora de Covadonga, la que había edificado las casas. Se había manejado el nombre de Julio Paquet, concejal decisivo en cuanto a la construcción de estos bloques, pero cuenta Luis Miguel Piñera en ‘Las calles de Gijón: historia de sus nombres’que «él mismo se negó a que su nombre figurara en el callejero. Consideraba un honor la proposición, pero temía —y así lo expresó en la Comisión municipal que decidió sobre el asunto— que sus descendientes pudieran tener el mal trago de ver retirada la placa con su nombre, y lo que entonces parecía justo cayera en el olvido». ¿Un franquista consciente tempranamente de que otro tiempo vendría distinto a aquel, y alguna cuenta ajustaría con los golpistas del 36 y los servidores de su régimen? El que no tuvo problema en que su nombre sí pasara a dar nombre a la avenida en 1965 fue el general Emilio Esteban-Infantes. Había sido este hombre jefe de la División Azul, oriundo de Toledo, pero se había establecido en Gijón —en Somió—, y los antiguos divisionarios residentes en la ciudad promovieron el homenaje y la colocación de una placa que ellos mismos costearon. Antes, en 1952, el Ayuntamiento lo había nombrado mayordomo de honor, y en 1944 le había entregado la Cruz del Mérito Militar. La calle mayor de Roces llevaría su nombre hasta 1990, año en que fue rebautizada con el del presidente mártir chileno.
Los nombres de las calles de aquellas viviendas obreras siguen llamando hoy la atención por su entrañable dedicación a oficios: Albañiles, Carpinteros, Esmaltadores, Marinos… Incluso un Tránsito de los Grueros, y todas ellas con bellos letreros confeccionados con azulejos de Talavera. Con los años fueron construyéndose más viviendas, hasta llegar a las ochocientas. Y eran modestas, pero no infraviviendas, ni mucho menos, sino construidas con buen gusto y criterios de salubridad: bloques separados por patios y jardines, para garantizar la luz y la buena ventilación de los productores.
Antes de este proceso de urbanización, Roces había sido un pueblo con mucha vida, asociativa también. En otro libro de Luis Miguel Piñera, ‘Raros, disidentes y heterodoxos: personajes de Gijón entre 1850 y 1950’, encontramos referencia a un colectivo curioso: ‘Los 13 de Roces’. Se trataba de trece vecinos que, en la década de 1910, tenían la costumbre de cenar juntos todos los viernes santos. Ni doce, ni catorce, sino trece, el número maldito de comensales de la Última Cena. Una vieja superstición decía —hay quien sigue creyéndolo— que, si se reúnen trece personas a cenar, una de ellas fallecerá en el curso del año siguiente. Y estos trece vecinos, ateos y anticlericales, querían demostrar que se trataba de una superchería. Su blasfemia era doble: en aquellas cenas, comían carne, saltándose la Cuaresma. Parece que Gijón no era el único sitio en el que se hacía, sino que se trataba de una iniciativa replicada por toda España, llamada ‘promiscuación del Viernes Santo’. Un poco como cuando, ahora, los islamófobos se retratan comiendo jamón, y comiéndolo ‘felicitan’ el Ramadán.