Los jóvenes aprenden por sí mismos que, como la vida, la pelota nunca viene por donde uno espera
Cuando en una escuela el timbre del recreo suena, como en los tiempos inmemoriales lo hacía el estruendo causado por el choque de las lanzas contra los escudos, y un grupo de estudiantes salen por la puerta del aula pateando una pelota, de repente, como rememorando inconscientemente una tradición que habita en sus entrañas, comienza a mediar entre ellos la antigua moral cantada por Homero en sus inmortales hexámetros.
Los niños dibujan con sus cuerpos una igualitaria línea que únicamente se atreven a sobrepasar los líderes naturales, los pastores de hombres, aquellos dos muchachos que son los mejores en el terreno de juego y a los que la admiración de sus compañeros ha erigido en capitanes. Cada caudillo va seleccionando, uno a uno, los miembros de su escuadra en función de los méritos demostrados en el terreno de juego y, cuando el balón echa a rodar, todo lo demás se torna accesorio.
La sociedad del espectáculo baja el telón y el buenismo inclusivo se toma un descanso. Los colegiales dejan de interpretar su papel en el teatro del «café para todos» para celebrar la iniciativa, la agudeza, la superación personal, la autodisciplina y el esfuerzo puestos al servicio del grupo. Aburridos de una escuela que renunció a enseñar para entretener, los alumnos hacen uso de la competición para potenciar sus cualidades personales, asumir responsabilidades y educarse en el compañerismo, la solidaridad y el trabajo en equipo.
Los jóvenes aprenden por sí mismos que, como la vida, la pelota nunca viene por donde uno espera, y precisamente por eso, cada jugada es pura invención, puro arte, pura poesía. Vivir humanamente es poetizar la vida como el futbolista poetiza con la pelota: creando belleza en cada singular acción. Los niños, al poetizar con la pelota en el patio, descubren, por sí mismos, que el arte de vivir se parece más al fútbol que a la danza, porque en la vida no se puede ensayar y premeditar cada minúsculo movimiento que se ejecuta, sino que hay que estar dispuesto y resuelto a enfrentarse a acontecimientos repentinos e inesperados.
En el aula danzan, en el patio luchan. En el aula, los políticos y pedagogos imponen una evaluación ficticia en la que nadie pierde y todos obtienen el éxito académico. En el patio, sin embargo, la verdad de la pelota vuelve a poner las cosas en su sitio. Solo uno puede marcar el gol aunque sean todos los que compartan la alegría de ese instante irreversible en el universo. Y aunque solo un jugador puede ser el máximo goleador y solo un equipo puede llevarse la victoria, nadie se traumatiza ni siente herida su dignidad, ni tiene problemas de autoestima, sino todo lo contrario: experimenta respeto hacia su rival y un amor por la competición. Porque únicamente en el duelo es posible conocernos a nosotros mismos, saber a qué altura del camino hacia la virtud nos encontramos, elevarnos desde el yo actual hacia el yo posible y amar la mejor versión de nosotros mismos.