
«Las peatonalizaciones y las renaturalizaciones, como la llevada a cabo en el río Piles, nos ayudan a reconectar con las ciudades, con la fauna y la vegetación salvajes, convirtiendo el espacio urbano en un lugar vivo y de salud (…)»

Vivimos acelerados. No paramos ni cuando estamos de vacaciones. Nos llenamos de planes y de excursiones, cada minuto de nuestro tiempo ha de ser ocupado. Nuestras ciudades son como un campamento de verano para adultos en el que tenemos que estar permanentemente entretenidos. Al igual que los tiburones, que si se paran perecen, hemos sido condenados a no descansar y solo una catástrofe -una pandemia, un gran apagón- nos detiene. Encerrados en enormes jaulas de hormigón, como hamsters atrapados en una rueda que nunca deja de girar, ensimismados en la prisa, absortos en nosotros mismos, ciegos a todo lo que nos rodea.
Hemos organizado además nuestras ciudades en torno a una escala jerárquica difícil de derrocar: coches, terrazas, negocios, turistas, ciudadanía adulta, infancia y animales. Y el valor de cada uno de ellos se asigna principalmente por su capacidad de consumo, de generar dinero, de hacer ricos a otros o de ser útiles. De esta forma todo lo que no “genera riqueza” es despachado como algo inútil, como una rémora. Arrojamos entonces al cajón de sastre de la improductividad, de lo que nos sobra, tanto a las personas sin hogar como a los niños y las niñas, pero también a los que salen a dar un paseo sin intención de acabar pidiendo unas cañas en una terraza, a aquellos que se sientan en un banco público a ver pasar la vida o a los adolescentes que se juntan en las plazas o los parques. Son ruidosos, molestan, ocupan los espacios públicos, manchan… Cualquier excusa nos sirve para pedir que se les expulse, que se les aparte, que se les impida estar sin gastar. Por eso mismo niños y niñas, adolescentes, ancianos, mascotas y la fauna salvaje se han convertido en la última línea de resistencia a la mercantilización del espacio público. Y defender su existencia y su derecho a habitar en él es una obligación ciudadana.
Xixón es una ciudad fronteriza. Abierta tanto al mar como al campo, vivimos rodeados de espacios naturales más o menos domesticados. A pocas paradas de autobús urbano -más caro por culpa de la incompetencia y cerrazón municipal- tenemos pequeños paraísos como el Monte Deva, donde la naturaleza y la vida humana conviven aún en cierta armonía y donde todavía podemos apreciar los vestigios de lo que una vez fue una forma de vida, la de los merenderos, los lavaderos y las casonas asturianas, condenada a desaparecer bajo la dictadura de la turistificación homogeneizadora. Y a poco más de una hora en coche o en tren: la Cordillera Cantábrica, indomable pese a los esfuerzos humanos por domesticarla y que alberga una de las mayores muestras de biodiversidad de toda la Península. Lobos, osos, corzos, ciervos, rebecos, nutrias, liebres, gatos monteses, jabalíes, truchas, todo tipo de pájaros e insectos… todos ellos inmersos en un ciclo vital de supervivencia y lucha interminable que no ha variado en miles de años y que seguirá perpetuándose incluso si algún día el ser humano desaparece. Ajena a los intentos de particulares y administraciones por monetizarlo todo, la fauna salvaje cantábrica es un lujo y un patrimonio que también tenemos la obligación de proteger. Sin embargo, lejos de estar orgullosos de este patrimonio vivo, lo estamos atacando y masacrando por un puñado de votos.
Pero incluso en nuestras jaulas de hormigón aceleradas la vida, como en Parque Jurásico, se ha abierto paso y pájaros, insectos, roedores, plantas… se han amoldado a ellas, convirtiéndose de esta forma en parte del paisaje urbano y haciendo de Xixón su hogar, su hábitat natural. Durante más de un siglo, Xixón, al igual que la mayoría de las urbes, impulsada por la mentalidad decimonónica nacida tras la Revolución Industrial, ha intentado, con mayor o menor fortuna, domesticar y dominar los espacios naturales urbanos, así como la vida animal. Esto ha dado lugar a espacios como los parques Isabel la Católica o Los Pericones y a otro tipo de intervenciones urbanas en las que las zonas verdes, los árboles y los parterres nos alegran la vista, los corazones y nos limpian los pulmones. Sin embargo esa mentalidad es también la que desvía los cauces de los ríos, desbroza sus orillas, vierte en ellos sus aguas fecales, constuye espigones en el mar que destrozan el entorno natural y considera toda existencia de vida animal salvaje como una molestia, una inutilidad o una amenaza.
El cambio climático y la pandemia sin embargo nos han empezado a abrir los ojos sobre la necesidad de repensar las ciudades y amoldarlas, no a las exigencias del consumo, sino al bienestar de la ciudadanía. Las peatonalizaciones y las renaturalizaciones, como la llevada a cabo en el río Piles, nos ayudan a reconectar con las ciudades, con la fauna y la vegetación salvajes, convirtiendo el espacio urbano en un lugar vivo y de salud -pero también de belleza- en el que la vida tiene valor más allá de su utilidad y su poder adquisitivo.
Y es que al igual que los árboles muchas veces no nos dejan ver el bosque, el humo de los coches nos impide darnos cuenta de que las ciudades son, afortunadamente, mucho más que hormigón y asfalto.