«Sin embargo, el fascista de a pie, el fascista de hoy, el de tu barrio, querido y desocupado lector, no ha leído en su puta vida a ninguno de estos ni tampoco los va a leer ahora»
Total que la semana pasada pegaron unos carteles en el escaparate de la sede de Podemos. Esto de que una sede tenga escaparate es muy moderno. Podemos es política pop hasta para eso. Según parece, los carteles los pegaron unos fascistas, un suponer, que afirmaban sin tapujos que el socialismo es miseria, que el comunismo es muerte y así en este plan. Frases sencillas, sin subordinadas. Todo lo contrario que Semprún, que había sido comunista y al que le gustaba escribir con muchas subordinadas.
Jorge Semprún fue a la épica del siglo XX español lo que fue Malraux para Francia pero sin De Gaulle. Una mañana me confesó, mientras desayunábamos juntos en el Hotel Don Manuel, que los críticos franceses, años después de publicar El largo viaje, le asimilaban a Proust. Entonces Semprún respondió que nunca había leído hasta ese momento a Proust, pero que era fácil comprender aquella identificación entre ambos escritores porque Proust, según creía el antiguo dirigente comunista, sólo podía escribir como Cervantes, o sea, como un español, con muchas subordinadas. Semprún, en política y en literatura, siempre se movió entre el hallazgo relampagueante y la petulancia inteligente.
El fascismo que se estila en las instituciones también tiene muchas subordinadas, aunque no es tan brillante como el de José Antonio Primo de Rivera ni como el de Azorín, ni tampoco como el de Foxá ni el de Serrano Suñer. José Antonio ha representado como nadie el misticismo que encierra cualquier fascismo. Azorín era un arqueólogo de las palabras. Cada texto suyo ha sido como el descubrimiento de un zahorí rebuscando en el páramo mesetario los huesos de un castellano viejo. Foxá, Madrid de Corte a checa, plagiaba a Valle-Inclán, y era un buen sonetista, todo lo buen sonetista que permite la diplomacia. Suñer plagiaba a Hitler sin leer a Hitler, que también era un tipo que escribía con muchas subordinadas, como Hegel, o como Heidegger. Todos tenían una sabiduría pulcra y enciclopédica y sentían el placer libidinoso de escribir con muchas subordinadas y subordinados siempre, a costa de quien fuera, de Hitler, principalmente, que era entonces lo que se llevaba, o de Franco, que pesaba en sus oraciones con toda la gravedad del nacional-catolicismo.
Sin embargo, el fascista de a pie, el fascista de hoy, el de tu barrio, querido y desocupado lector, no ha leído en su puta vida a ninguno de estos ni tampoco los va a leer ahora. Lo suyo es más directo, en plan socialismo o libertad, comunismo es muerte y cosas así. Efectivamente, el fascismo de hoy es una onomatopeya, antes que una subordinada barroca y feroz. El fascismo trump avanza hacia el gruñido, la exclamación sintetizada en uno, dos o tres palabras y ya. Su éxito radica precisamente en eso, en convertirse en un fascismo gutural, asqueado de la vida y de todo, cínico y lumpenproletario, siempre dispuesto a explotar como una bomba y desaparecer después como tal.
Al fascista contemporáneo, al homínido fascista de nuestro tiempo, ya no le pone el Cid Campeador, ni Pelayo, porque el fascismo trump, llamémoslo así, es la anulación de la historia. Liberados pues de la historia, cara al sol con la camisa nueva, solo queda la acción directa como un puro presente y sólo presente, como lo es la miseria, el rencor o la muerte, como una nota colocada en un escaparate, amenazante y directa, como una versión de Los Planetas y el Niño de Elche, como un tweet, trágico y cruel, infame y eléctrico, alegre y seductor. Grrr!!!
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