«La infancia necesita una revolución. No podemos seguir vulnerando los derechos de los niños”, explica la educadora social Loli Uriza, de la Fundación Hogar de San José
Loli Uriza, educadora social de la Fundación Hogar de San José, representa la devoción por una labor fundamental en la formación de las personas del futuro. Desde el Hogar, institución ganadora del Premio miGijón 2024, explica a este diario el paradigma de los buenos tratos y cómo el acompañamiento sensible puede transformar la vida de los menores: «Se trata de poner en el foco de la intervención a los niños y garantizar que tengan adultos capaces de acompañarlos en su desarrollo de manera incondicional». Para ella, es fundamental que los niños cuenten con adultos capaces de apreciar su valor intrínseco, confiar en sus capacidades y validar sus emociones.
Uriza destaca que los niños necesitan entornos y relaciones que fomenten su desarrollo pleno: «Si tú a un niño le gritas, su cerebro entra en un estado de alerta, lo que es incompatible con aprender. Cuando queremos decirles algo y les gritamos, ellos no pueden aprender; solo pueden intentar defenderse de lo que creen que va a pasar». En su lugar, insta a los adultos a establecer límites adecuados y a fomentar la autonomía de los menores, acompañándolos de manera sensible y respetuosa. El vínculo afectivo es central en el desarrollo de cualquier niño, especialmente de aquellos que llegan a centros de protección tras haber vivido situaciones traumáticas: «Los niños llegan porque los adultos responsables de sus cuidados no han podido cumplir su función, y muchos de esos adultos también fueron niños que no tuvieron a alguien que los cuidara adecuadamente«.
Cuando el vínculo se ha visto dañado, es necesario repararlo. Este proceso implica establecer relaciones saludables y estables que permitan al niño recuperarse de sus experiencias adversas. «Un niño que ha vivido trauma complejo puede tener 15 años, pero en algunas áreas de su desarrollo estamos hablando de un niño de cinco, porque el trauma afecta a su funcionalidad, a su integración y a su capacidad para adaptarse al entorno», añade. El vínculo no solo sana, sino que también educa. Uriza explica que muchos de los niños que llegan a los centros de protección provienen de entornos violentos, donde han aprendido a sobrevivir con respuestas agresivas: «Esos niños viven en un estado permanente de alerta, como los soldados que llegan de la guerra. Han tenido que defenderse de entornos carentes afectivamente, de violencia o negligencia, y eso les impide desarrollarse«.
Para reparar el daño, la cotidianidad es clave: «El vínculo se desarrolla en lo cotidiano, estando sentado en el sofá viendo una película, acompañándolos durante la comida o ayudándolos con sus tareas». Además, insiste en que los entornos deben ser adecuados para brindar seguridad: «Los espacios abiertos, luminosos y personalizados ayudan a los niños a sentirse seguros y a desarrollar un sentido de pertenencia».
Una sociedad que mira hacia otro lado
Uriza lamenta que la sociedad no esté plenamente comprometida con los derechos de la infancia. «La sociedad tiene que hacerse activista de la infancia. Los derechos de los niños deben ser una prioridad, pero muchas veces no se reflejan en las políticas ni en la realidad cotidiana». La educadora da ejemplos claros de esta desconexión: «Durante la pandemia, los animales tuvieron más derecho a salir a la calle que los niños, quienes necesitaban aire libre y luz para su desarrollo. En el sistema educativo, se exige control de esfínteres a una edad fija, ignorando que cada niño tiene su propio ritmo de maduración. Y en el sistema sanitario, no siempre se tienen en cuenta las necesidades emocionales de los menores». Uriza recalca en que el sistema debe cambiar para responder de manera más adecuada a los niños. «Cuando un niño se va a operar, no podemos tratarlos con protocolos generales. Cada niño tiene sus peculiaridades, y muchas veces necesitan que la figura adulta de referencia esté presente para sentirse seguros», explica.
Para que los niños puedan desarrollarse plenamente, es importante contar con adultos emocionalmente regulados y reflexivos: “Deben estar presentes, ser incondicionales y capaces de validar sus emociones. Si no dejamos que los niños reconozcan sus emociones, los desconectamos de su cuerpo y de su capacidad para expresar lo que les pasa». En este sentido, Uriza aboga por una mayor conciencia sobre el impacto de las emociones en el desarrollo infantil: «Un adulto regulado puede corregular al niño, ayudándolo a autorregularse. Pero eso requiere que los adultos sean capaces de reflexionar sobre sus propios errores y repararlos. No se necesitan padres perfectos, sino padres adecuados, que sepan reparar cuando se equivocan». Para finalizar, Uriza hace un llamado contundente a la sociedad: «La infancia necesita una revolución. No podemos seguir vulnerando los derechos de los niños. Necesitamos entornos seguros, políticas que los protejan y adultos que comprendan y atiendan sus necesidades».