«Hubo unos tiempos en los que la figura de los agentes futbolísticos no existía, una época donde los tratos se hacían directamente entre directiva y jugador o entrenador. Y así sucedió hasta que hombres venidos del mundo del boxeo y del espectáculo musical introdujeron en el fútbol profesional la figura del representante»

Hubo unos tiempos en los que la figura de los agentes futbolísticos no existía, una época donde los tratos se hacían directamente entre directiva y jugador o entrenador. Y así sucedió hasta que hombres venidos del mundo del boxeo y del espectáculo musical introdujeron en el fútbol profesional la figura del representante. A José Antonio Redondo, por ejemplo, un hombre que lo fue todo en el Sporting, le ofertó fichar por el Sporting su entrenador en el Turón, el ex portero rojiblanco Sión.
Pese a que los inicios no fueron fáciles, fue cedido al Ensidesa, donde no jugaba, y repescado en diciembre por el Sporting, disputando el Torneo de Reservas del Norte de España (un campeonato en el que competían, en forma de liguilla, los jugadores jóvenes o menos habituales en las alineaciones, participando los equipos del Real Burgos, Athletic de Bilbao, Cultural Leonesa, Real Oviedo, Racing de Santander y Sporting). De ahí, por una cuestión de lesiones, pasó a debutar en un derbi en Primera División, disputado en el Tartiere el 7 de enero de 1973, que finalizó con victoria para el conjunto azul por 1 a 0. Pero a Redondo ya no le movieron del equipo titular en doce temporadas, primero como central y luego como lateral derecho.
Al presidente Tato Campomanes le vino a visitar un conocido representante relacionado con el mundo del espectáculo, de esos pioneros o intrusos, según se mire. El objeto era ofrecerle la posibilidad de contratar a algunos jugadores. La reunión no dejó con buen sabor de boca al máximo mandatario gijonés: “A esi nun lo dejéis pasar más, ye un negreru”. Y ahí se acabó todo.
Un ejemplo contrario, por su resultado positivo, fue el del gran Doria, central sportinguista durante once temporadas. A Víctor Hugo Doria, tras disputar un San Lorenzo-Estudiantes, que finalizó con victoria de los primeros por 3 a 1, fue llamado al despacho del presidente de su club, el San Lorenzo. Junto a este, estaban dos personas: “Estos dos señores te quieren llevar a España”. Se trataba de un representante de boxeo, Héctor Méndez, y un tipo que se dedicaba a llevar equipos argentinos a distintos torneos veraniegos. Le hablaron de la posibilidad de una mejora grande en lo económico y Doria aceptó.
Héctor Méndez vino unos días antes para España para tratar su posible colocación en distintos equipos a los que le ofertó. Una semana después viajó, en solitario, el defensa argentino. Muchos fotógrafos le esperaban en el aeropuerto, era de los primeros jugadores extranjeros que fichaban por un club español, tras una prohibición (con la excepción de los oriundos) de veinte años, de 1953 a 1973. Y Doria recaló en Gijón.
Pese a que la prensa daba por hecho su fichaje, el Sporting, con Mariano Moreno de míster, pidió tenerlo a prueba durante diez días. El jugador fue alojado en el Hotel Hernán Cortés y acudió a los entrenamientos diariamente, con una condición expresa de su representante: “Prohibido jugar partidos, ni siquiera de entrenamiento, no corramos el riesgo de que te lesiones, porque si no te quieren aquí te voy a llevar a otro equipo”. Y así hizo, no participaba en los partidillos propios de las sesiones de entreno. Hasta que al quinto día, en la mitad del plazo previsto, fue llamado por Ángel Viejo-Feliú y firmó su contrato como sportinguista. Lo hizo por tres años, acabó quedándose once. Y con una despedida por todo lo alto, con ex compañeros y figuras de la Liga; hasta vino el mismo Maradona que, por una dolencia de última hora, no pudo disputar el encuentro y se limitó a hacerle entrega de la placa de recuerdo. Las malas lenguas decían que el mismo José Luis Núñez le había dejado venir a regañadientes, presionado por Quini, por la amistad que le unía con Manuel Vega-Arango y obligado por la buena relación entre Sporting y Barcelona, pero que a última hora se había arrepentido. El Barça ya había perdido ya la Liga y las competiciones europeas, así que el club blaugrana solo podía aspirar a ganar la Copa para no quedar el año en blanco y cuatro días más tarde disputaban la semifinales contra la Real Sociedad. Así fue. Maradona se recuperó para las semis y el Barcelona se proclamó campeón copero.
No le fue tan bien a Falo Biempica con la experiencia de estos representantes ajenos al fútbol metiendo sus manos en él. Rafael Biempica fue un extremo de los de la vieja usanza, uno de esos muchos jugadores salidos del Atlántico, del gran mecenas del fútbol gijonés que fue Arturo Vigón, para recalar en el Sporting a los catorce años. Del conjunto juvenil subió directamente al primer equipo en la temporada 1955-56, haciéndose con la titularidad ese mismo año. Tras nueve temporadas en el primer equipo del Sporting, fue traspasado al Real Oviedo en unas negociaciones más que complicadas, ante la negativa del jugador a marcharse, pero el Sporting estaba sumido en una profunda crisis económica y el Oviedo ofrecía 800.000 pesetas por el futbolista gijonés junto con la disputa de un partido amistoso en El Molinón. Así que el entonces presidente sportinguista, ‘Cuno’ Felgueroso, prácticamente le suplicó al jugador que aceptara el trato. Rafa Biempica dijo entonces que lo hacía “por sportinguismo”. Tras dos años en el Oviedo cerró su ciclo profesional jugando una temporada en el Atlético Baleares; de ahí volvió a Asturias, para jugar en el Praviano. Pero antes de su fichaje por el club balear, firmó un contrato —junto a los ex madridista Puskas y García-Ramos— por un año con el Toronto F.C.
El equipo canadiense por aquellos entonces disputaba una liga profesional norteamericana. Todo fue una estafa de un representante de boxeadores mexicano apellidado Vargas. Los tres jugadores se presentaron en Barajas, con los billetes, sus maletas y dispuestos a emprender su aventura futbolística americana. El representante nunca apareció, quedándose con el dinero de algún anticipo para gestiones en tierras americanas y alguna menudencia más, comidas y alojamiento en buenos hoteles que nunca pagó. Puskas y Biempica decidieron no embarcar, pero García-Ramos cogió el avión con la esperanza de que hubiera alguna razón de peso por la que el mexicano no hubiera aparecido y que acabaría por aclararse y jugar en el conjunto canadiense. No sucedió así. Llegó a Toronto y, por supuesto, el contrato era falso y en Canadá nada sabían del farsante mexicano.