Barrio obrero, muy obrero, aquel. Siempre lo fue Laviada, extrarradio del Gijón chiquito de los tiempos anteriores al desarrollismo, y solar, por ello, de innumerables fábricas grandes y pequeñas, de la de productos de belleza Visnú a la de lejías El Conejo, pasando por la que acabó dando a este distrito el nombre por el que hoy lo conocemos
Hoy nos cuesta hacernos una idea del fenómeno de masas que, en tiempos, fue la cestapunta, el jai alai, la pelota vasca. Un deporte hoy casi confinado a sus tierras patrimoniales vasconavarras, en las que sigue siendo muy practicado y seguido, pero que en tiempos fue enormemente popular, no solo en toda España, sino incluso en el extranjero. Olímpico en 1900 y 1924, hacía furor, por ejemplo, en Estados Unidos, donde el primer frontón se abrió en Saint Louis (Misuri) en la primera década del siglo XX, y donde llegó a abrirse el más grande del mundo: el Miami Jai Alai Fronton, con una audiencia récord de 15.502 personas el 27 de diciembre de 1975. Un amigo de quien esto escribe, historiador como él, hizo su tesis doctoral sobre Pelotaris en China en los años treinta: la pelota también fue, en efecto, deporte lucrativo en aquel país, punta de lanza de una diplomacia española informal que se aprovechaba de su popularidad. Y por supuesto, si llegó a haber pelotaris en Shanghái, no dejó de haberlos en Gijón, que también tuvo sus frontones. Del Frontón se llamó un día (una parte de) el barrio que hoy se llama Laviada, porque allí se radicó un así llamado frontón de Vista Alegre que estaba situado en la calle Tineo, impulsado por obreros vizcaínos que habían llegado a la ciudad para la construcción del muelle de Liquerica.
Barrio obrero, muy obrero, aquel. Siempre lo fue Laviada, extrarradio del Gijón chiquito de los tiempos anteriores al desarrollismo, y solar, por ello, de innumerables fábricas grandes y pequeñas, de la de productos de belleza Visnú a la de lejías El Conejo, pasando por la que acabó dando a este distrito el nombre por el que hoy lo conocemos. De Fundición y Construcciones Mecánicas Laviada, SA encontramos en El Comercio del 15 de agosto de 1923 un anuncio —en una serie sobre «Las grandes industrias gijonesas»— que, entre un despliegue de fotos de uno de los patios de la factoría, un almacén de bañeras o sus talleres de ajuste, publicita sus baterías de cocina con chapa de acero esmaltada, sus bañeras de hierro fundido, sus artículos sanitarios, sus radiadores y sus calderas, ufanándose de las 25.000 piezas diarias que manufacturan sus setecientos obreros. Y obreras: no había pocas en aquella empresa. El 13 de junio de 1929 vemos anunciar en El Noroeste un gran baile «en honor de las simpáticas operarias de la fábrica de Laviada», amenizada por la orquesta The Zinganil Jazz, y durante el cual se sorteó «un magnífico pañolón de Manila».
Se había edificado aquella usina en 1901, momento de ampliación y traslado de otra anterior que se había llamado La Begoñesa, fundada en 1855 por el holandés Julio Kessler y que se había radicado en el barrio del Carmen. Kessler se asoció en un momento dado con el gijonés Juan Díaz Laviada y fue entonces cuando la empresa pasó a denominarse Kessler, Laviada y Compañía. Cuando el primero murió, poco tiempo después, su apellido se cayó del nombre de la firma. Esta, que vendía sus productos en toda España y parte de Europa y América, más tarde se asoció a la fábrica de vidrios La Industria; y «La Industria y Laviada» fue ya el nombre que tuvo hasta su cierre en el año 1983, tras el cual se construyeron, en el solar liberado, los bloques de pisos y el colegio público que hoy conocemos. Ochenta años de historia durante los cuales la fábrica presumió de su baja conflictividad en comparación con otras, aunque llegó a ser protagonista nada menos que de una revolución. La del treinta y cuatro, claro: sus acaecimientos gijoneses tuvieron inicio en la Laviada, porque fue allí donde los insurrectos locales recibieron la orden de reunirse a fin de discutir las primeras acciones: repartir las armas, cortar las comunicaciones, etcétera. En las inmediaciones de la avenida Carlos Marx y del parque de las Madres de la Plaza de Mayo, un día quiso cambiarse el mundo de base y no solo homenajear a los que en otro tiempo y lugar bregaron por transformarlo.
Era aquel un barrio duro, cuyos habitantes no tenían demasiado que perder. Tuvo un tercer nombre: El Parrochu, asturianísima denominación de unas casas apiñadas en la margen derecha de la calle Magnus Blikstad, de etimología hoy desconocida, tal vez el apodo del promotor de las casas, o de un habitante ilustre de las mismas. Y lo que sí se sabe es cuáles eran las condiciones de habitabilidad de aquellas Casas del Parrochu: malas de solemnidad, infravivenciales, las propias de los tabucos en los que se hacinaba la clase de aquella época dickensiana, de aberrantes desigualdades. En la prensa local del entresiglos menudean los artículos indignados con el «abandono y punible descuido», la «vida por todos conceptos deplorable» que se desarrollaba en El Parrochu, vecindario que El Pueblo Astur describía en 1913 como una «aglomeración de cuadras y ratoneras antihigiénicas en que se hacinan familias de menesterosos». Más de treinta años después, en 1950, es la Hoja del Lunes la cabecera que nos cuenta que Laviada llevaba tiempo siendo «el lugar predilecto escogido por gitanos y nómadas para levantar allí sus campamentos», y que «ahora se han establecido allí unos húngaros que están construyendo verdaderas casas. Pero nos tememos que estas “construcciones” no estarán previstas ni permitidas en el plano de urbanización. El hacer toda clase de necesidades en plena calle, como ocurre con esta gente, tampoco creemos que lo permitan las Ordenanzas».
Tenía sentido que fuera en aquella zona de la ciudad donde se estableciera la Cocina Económica, un comedor social para aquellos «menesterosos» cuya suerte conmovía a un puñado de filántropos. Entre ellos se contaba el empresario y diplomático Magnus Blikstad, propietario de una fábrica de maderas y cónsul de Noruega y Suecia en una ciudad en la que fue impulsor de muchas iniciativas, del Ateneo Obrero a la propia Cocina Económica, que sostuvo con sus donaciones, pasando por la fundación que llevaba su nombre y que, constituida el 20 de marzo de 1904, perseguía «el mejoramiento de la clase obrera». Blikstad era un hombre querido por sus trabajadores, que cuando el patrón falleció, en 1924, lo colmaron de elogios: «Todo el pueblo de Gijón», escribía entonces un obrero socialista, «sabe que cuando un obrero se lastimaba en su fábrica ponía el coche para conducirlo a su casa, yendo él personalmente a llevarle el jornal semanalmente e interesarse por la salud del herido». De él se recordaba también que pagaba el mejor jornal del Gijón de la época y que incrementaba dicho salario cuando lo hacía el precio del pan; aquel fue —se escribía en El Noroeste aquel año veinticuatro— «el extranjero que ha hecho por nuestra clase lo que no ha hecho ningún burgués español».
El Parrochu tenía, eso sí, una catedral: así, «catedral del Parrochu», llama José Manuel Ceínos en un artículo de 2010 en La Nueva España a la nave del negocio maderero de los Lantero, situada en el inicio de la calle de Sanz Crespo, donde luego se levantó la estación de ferrocarril Jovellanos; una enorme y sorprendente estructura de madera, desarmable como los hórreos y que tenía en cuenta las oscilaciones producidas por el viento, las dilataciones por la temperatura o los agrietamientos por el peso. Sus desvencijados restos aún eran visibles en los años noventa, década de grandes transformaciones; las de una ciudad que dejaba de ser industrial para convertirse en el polo de prestación de servicios que es hoy, cuando atrae a visitantes de todo el mundo con una oferta turística que costaba imaginarse todavía en los ochenta, cuando ni siquiera estaban excavadas las termas romanas del Campo Valdés. Hoy ocurre al revés, y lo que nos cuesta concebir es aquella ciudad de fachadas tiznadas y obreros malbaratados, que se morían de enfermedades comunes en sus martillos y ciudadelas. Es posible que Laviada se acabe considerando una de las innumerables manzanas de Viesques, como bromean esos mapitas que circulan por Internet, haciendo mofa de la costumbre reciente de los constructores gijoneses de asignar el nombre del barrio chic a sus promociones, por lejos que estén del Viesques auténtico. Si Cimavilla se convierte en Cimaviesques, como en ellos se propone ,tal vez Laviada devenga Laviesques, y la gentry que lo habite desconozca que el barrio tuvo otros tres nombres, y que en él, un día, se preparó una revolución.
Tal vez queda por recodar que en ese limite del Parrochu, donde nací y me secuestro una vecina de bebé , pues dormía muchísimo y decía que mi madre me tenía abandonado, había una empresa señera también del vidrio La Bohemia